Su producción literaria comprende a Pudor, El príncipe de los
caimanes (2002), Crecer es un oficio
triste (2003), La cuarta espada
(2007), Abril rojo (2006).
Abril rojo:
excesos de guerra. La
historia de esta novela se desarrolla en el año 2000. La guerra es un hecho del
pasado, aunque existen algunas acciones senderistas que los medios de
información no reportan. Sin embargo, las heridas están abiertas:
desaparecidos, fosas comunes, traumas, que el gobierno pretende ocultar. Por
eso el presidente debe ser reelegido, utilizando el fraude, así evitar futuros
procesos judiciales por violación de derechos humanos. Y por supuesto, las
Fuerzas Armadas apoyan dicho fraude. Las autoridades civiles, que se encuentran
bajo el mando militar, por encontrarse en zona de conflicto, también apoyan esa
reelección.
Sin embargo, la
verdad sobre las desapariciones y asesinatos sale a la luz. “En circunstancias
en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de
Quinua, Justino Mayta Carazos encontró un cadáver” (Roncagliolo, 2006: 13). Ese
es el primer asesinato verá le lector, porque luego aparecerán cinco personas
más en el periodo de dos meses. El objetivo es evitar que las desapariciones y
asesinatos durante la violencia política queden en el anonimato.
El fiscal Félix
Chacaltana investiga la identidad del cadáver y los móviles de su asesinato. En
ese proceso descubre que el cuerpo corresponde al teniente Cáceres[1],
antiguo combatiente contrasubversivo implicado en desapariciones y torturas, quien
había sido trasladado a otra base militar (Jaén) para evitar que sea juzgado.
Félix,
contrariamente a lo que esperaban las autoridades las autoridades civiles y
militares, hace una investigación exhaustiva de los asesinatos. “Había algunos
detalles más extraños en las últimas muertes. Cosas que debía investigar, que
no encajaban con los métodos senderistas tradicionales” (184).
Entonces Félix se
convierte en un peligro para la continuidad del orden establecido por el comandante
Carrión, considerado un héroe, a pesar de representar las violaciones de derechos
humanos. Así el fiscal deviene en un ser despreciable y nadie quiere hacerse su
amigo, pero a él no le interesa ese detalle, porque está convencido de que su
accionar es correcto.
En los asesinatos
se encuentra involucrado el comandante Carrión, jefe político militar de la
región. Este, para proteger el discurso oficial, según el cual no existe
violaciones de derecho humanos, le siembra falsas pistas. “Había estado
siguiendo todo el tiempo un callejón sin salida, persiguiendo fantasmas,
persiguiendo a sus propios miedos, a sus propios recuerdos, más que a una
realidad que se reía de él” (305).
Sin embargo, el
fiscal no se acobarda, sino que decide continuar con las investigaciones, sin
importar las consecuencias. “Se dio cuenta de que se sentía un hombre mayor
ahora, quizá por primera vez en su vida, un adulto, que tomaría las decisiones
consultando solo consigo mismo” (250). Así descubre que el comandante Carrión
es el asesino en serie y que la próxima víctima sería el mismo Chacaltana.
“Para asegurar mi silencio me mataría también, como pensaba hacer esta noche”
(312). El cazador resulta ahora el cazado. Se intercambia los papeles. El
fiscal termina matando al militar.
Las muertes que
investiga el fiscal fueron producidos para evitar que se sepa hechos de la
violencia. Al teniente Cáceres, intentan desaparecerlo porque en esos tiempos
este “no liberaba sospechosos. Se deshacía de ellos” (147). Era la prueba
viviente de las violaciones de derechos humanos, de las fosas comunes.
Los
que había pensado que eran rocas y tierra fue cobrando una forma más precisa
ante sus ojos. Eran miembros, brazos, piernas, algunos semipulverizados por el
tiempo de enterramiento, otros con los huesos claramente perfilados y rodeados
de tela y cartón, cabezas negras y terrosas una sobre otra (164).
El asesinato del
teniente Cáceres y los otros cuatro tiene la intención de evitar que salga a
luz esa práctica, pero la verdad ya no puede mantenerse en secreto, a pesar de
que los implicados se esfuercen por ocultarla.
Los asesinatos han
sido planificados muy bien y tienen objetivo además de lo dicho de generar
terror en el fiscal para que este no siga con sus investigaciones, porque este se
acercaba cada vez más a descubrir los asesinatos que había practicado miembros
de las Fuerzas Armadas.
Las cinco muertes
siguen una secuencia, cada uno conlleva a la otra. Al primer muerto le falta un
brazo; al segundo, el otro brazo, así “parece que estos señores se quieren
armar un muñeco” (174). La precisión con que trabaja el asesino hace pensar en
una persona con experiencia. Años matando impunemente. No es un principiante.
Son
personas instruidas. Al menos el del cuchillo. Son obras de cirugía. Clavaron
siete puñaladas en su corazón con precisión perfecta… Lo destrozaron sin cortar
las principales vías de circulación y dejaron el cuerpo deliberadamente boca
abajo. De su pecho salió casi toda la sangre (175).
La guerra muestra lo
peor de la humanidad. Asesinos que pretenden ser reconocidos como héroes. Así,
el teniente Cáceres regresa a Ayacucho para mostrarse ante el público, porque
él que es un héroe no debe estar oculto como si fuera un vil delincuente. Pretende
que lo condecoren como a un héroe, que ha contribuido a la derrota de Sendero.
No solo Cáceres
está implicado en las fosas comunes, también el comandante Carrión. Sin
embargo, a la luz de la novela de Roncagliolo es visto como un acto aislado. A
unos desquiciados que se les pasó la mano. La novela sugiere eso. No presenta,
de ninguna manera, que esos hechos son producto de un concepto de guerra, donde
arrasar pueblos enteros estaba permitido si entre ellos se eliminaba por lo
menos a un senderista.
Al respecto, según
Jara (2007: 77), en el Perú de la realidad real, “el gobierno autorizaba de
manera no oficial, el uso de terrorismo”, sin embargo, él solo analiza los años
90 y no los años 80, porque desde el gobierno de Belaunde ya se presenta dicha
situación, tema que muy bien sugiere Julio Ortega en Adiós Ayacucho.
La atrocidad de la
violencia política deja profundas huellas en la mente de las víctimas, llegando
incluso a la locura. En el caso de la novela que estamos analizando,
encontramos que el fiscal, en solo dos meses de permanencia en Huamanga, se
entera de lo que sucedió en los años de la violencia y algunos sucesos de su
propio pasado que había olvidado, recuerdos que lo llevará a la locura.
“Nuestros informantes afirman que el susodicho fiscal mostraba señales
ostensibles de deterioro psicológico y moral” (327). Él es parte de una
generación marcada por las atrocidades de la guerra.
[1] Este personaje a veces aparece como sinchi, otras veces como soldado.
Sobre este tipo de incoherencias, Dante Castro (2010) escribe el artículo
“Narrativa de la violencia o disparate absoluto”.
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