Julio Ortega


Ha publicado La vida emotiva (1996), La mesa del padre (1994), El oro de Moscú (1992), Adiós, Ayacucho (1986).
Adiós, Ayacucho: cuestionamiento al discurso oficial. Alfonso Cánepa, un dirigente campesino, es asesinado por la policía. Este, cómo Lázaro o Jesús, se levanta de entre los muertos para recuperar su identidad y su cuerpo, destruido por una explosión. “Vine a Lima a recuperar mi cadáver” (Ortega, 1986:9).
Es la necesidad de hacer sentir su voz de protesta, de hacer saber que él fue mutilado y arrojado a una tumba clandestina por quienes se supone protegen la vida humana y las leyes de la democracia. “Este mismo policía… me ha rellenado la barriga con paja seca, riéndose de mí” (10). Es una época donde los seres humanos dejan de serlo y pueden ser tratados como objetos, como un pedazo de madera para jugar al tiro al blanco. “Tengo una puntería cojonuda” (10).
            En la novela, Cánepa cuestiona repetidas veces el discurso oficial, representado por un antropólogo y un periodista (en el Informe Uchuraccay hubo “antropólogos doctores” (Vargas, 1983) que apoyaron al también periodista Vargas Llosa). Con razón se ha dicho que esta novela “es un texto escrito fundamentalmente como respuesta al Informe de la Comisión Uchuraccay” (Vich, 2009: 176). Estos personajes, “especialista(s) del discurso nacional” (40), terminan implicados en el narcotráfico. Entonces surge la pregunta: ¿qué se puede esperar de una sociedad si quienes sustentan el discurso de la misma, pertenecen al ámbito delincuencial?, y la novela responde así: “decidí orinar públicamente en las grandes puertas del Instituto Nacional de Cultura” (59). Actitud simbólica siendo el “monumento del saber letrado oficial” (Quiroz, 2005). Es un acto de protesta contra el discurso oficial.
            Cánepa en su recorrido por Lima se encuentra con el presidente Belaunde, responsable político de las matanzas en varias comunidades campesinas durante su gobierno. “Allí estaba el culpable de mi muerte, pero seguramente ignoraba hasta mi nombre, y tendría una explicación para probar su inocencia personal… Usted ha añadido aflicción al afligido” (62-63).
El sistema judicial también es cuestionado. En una zona de guerra no es confiable. Esto incluso en un gobierno democrático como el de Belaúnde. Aunque algunos, como Alfonso Cánepa, todavía tienen cierta esperanza de que la justicia funcione. A pesar de sospechar que “me acusarían de terrorista” (9), además de saber que “estaban matando por todas partes, se sabía, y algunos detenidos aparecían al mes en fosas comunes con el cuerpo torturado”, se presenta a la comisaría de Quinua ante una citación. Esa poca confianza que tenía se esfuma una vez preso, porque ahí se da cuenta de que había cometido un grave error, porque “era demasiado peruano… Solo un tonto podía creer tanto en los recursos legales. Solo yo, sabiendo que me acosaban, tenía que cruzar esa plaza y entrar a la comisaría” (11).
La noción de justicia no tiene asidero en una zona de guerra donde las Fuerzas Armadas han tomado el control. Los soldados están entrenados para matar. Ese es su función. A pesar de ello en la realidad real, el gobierno democrático de Belaúnde autorizó la entrada de las Fuerzas Armadas para combatir la subversión.

En un país donde las limitaciones de control civil sobre el aparato militar eran y son evidentes, pocos dudaron que la región convulsa (Ayacucho) quedaría sujeta a un régimen diferente al resto de la nación. Y que, durante un tiempo breve y violento, iba a correr mucha sangre (Gorriti, 2008: 425).

Finalmente, habría muchos alfonsos cánepas, producto de esa decisión, que no tendrían la oportunidad de decirle al demócrata: “¡Óyeme, Belaúnde!, grité. Devuélveme mi cuerpo. ¿Dónde han escondido mis huesitos?”(11). Esto solo fue posible en la ficción gracias a Julio Ortega.
Alfonso Cánepa solo toma conciencia de las injusticias cuando ya está muerto. En su viaje desde Ayacucho a Lima, se va enterando de cómo se vive en el Perú. De las injusticias, de la miseria y del caos. Donde cualquier persona desconocida puede ser asesinado “por si acaso, pues” (31). No vaya a resultar siendo senderista.
A través de sus ojos, no solo vemos la zona de guerra, también a su paso por Lima camina por “un basural abandonado… una pequeña barriada… zona marginal de una barriada lindante, de casuchas de cartón y lata” (48) o donde “los niños estamos más cerca de la muerte que los viejos” (54).
Sin embargo, Cánepa busca encontrar justicia en un país donde no la hay. Tiene la esperanza de que Belaúnde le devuelva parte de su cuerpo. Ese es su aspiración. Aunque en el camino, en algún momento, le coge el pesimismo. “Era evidente que mi juicio había comenzado y que el discurso oficial, desde Valverde hasta la Comisión de Uchuraccay, iba a condenarme” (21). Porque luego de asesinatos y masacres, se construyen discursos donde se señala que los muertos eran subversivos, por lo tanto, esas muertes estarían justificadas.
Cánepa logra llegar hasta Belaúnde para protestar sobre su propia muerte a través de una carta y dar su opinión sobre los sucesos de la violencia política. “Sus antropólogos e intelectuales han determinado que la violencia se origina en Sendero Luminoso. No, señor, la violencia se origina en el sistema, y en el Estado que Ud. representa” (32). Sin embargo, “Belaúnde, simplemente, había decidido no leerla” (63). Es que esa carta representa un peligro para el discurso oficial. No es como la carta de la Comisión de Uchuraccay, implementada por Belaúnde y dirigida por Mario Vargas Llosa, que representa el discurso oficial.
            Alfonso Cánepa, luego de entregar la carta a Belaunde, es expulsado de Palacio. Pareciera que su lucha ha sido en vano, que ya no hay ninguna solución para recuperar sus huesos, la parte que le falta a su cuerpo mutilado. Sin embargo, se le ocurre una idea para completar su cuerpo. Pide al Petiso, uno de los personajes que lo acompañan en su travesía por Lima, a que lo ayude a meterse al sarcófago de Francisco Pizarro. “Puedes venderla a un turista. La verdadera calavera de Pizarro, y también estos huesos. Salvo estos, que me hacen falta” (64).

A partir de ese hecho, la historia ya es diferente. Es una nueva situación. El futuro se torna diferente. “Ya me levantaría en esta tierra como una columna de piedra y fuego” (65). Es una escena que cierra la novela, a modo de conclusión. Una escena que ha sido interpretada como “una reedición mestiza y delirante del mito Incarrí” (Gutiérrez, 2007: 401), o “la esperanza de que algún día surgirá el cambio, una verdadera revolución, diferente a la planteada por SL” (Quiroz, 2005). Un nuevo Incarrí, pero no es un Incarrí mesiánico, serio, ideólogo, como pintara años después Oscar Colchado en su personaje Liborio (Rosa Cuchillo). Cánepa es no tiene intención de ser incarrí. La casualidad lo hace. Todo eso lo convierte en un personaje un tanto gracioso, y la novela, con un tono irónico, critica el papel del Estado en tiempos de violencia política. 

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