Tiene una amplia
producción literaria. En cuanto a la novela y la violencia política, del
interés de este trabajo, ha escrito Fuego
y ocaso (1998), Retablo (2003), Criba (2014).
En Fuego y ocaso, se presenta a un
personaje periodista que escribe crónicas sobre la violencia política con la
intención de ser publicadas en un diario limeño. Para ello, debe viajar al
lugar de los hechos, un pueblo ayacuchano. Acto casi suicida dado que tanto
subversivos como agentes del Estado andan matando personas por doquier.
Este
periodista decide escribir sobre lo que viene sucediendo en el país por dos
motivos, uno, por cuestión económica (el diario se compromete a pagarle por
dichas crónicas, más los viáticos); dos
Por comprender el verdadero objetivo de los rebeldes altoandinos,
cuyas proclamas tenían eco en el recinto universitario, en un compacto y
reducido grupo que pregonaba sus puntos de vista casi abiertamente (Pérez,
1998: 6).
Esas
crónicas las podemos leer en la novela. Es a través de ellas que los lectores
nos adentramos en ese mundo de la violencia, apreciamos su poder destructivo,
que como un huracán arrasa todo lo que encuentra a su alrededor, de manera
indiscriminada.
Sin embargo, a pesar de que las crónicas son contundentes
al mostrar los asesinatos, “no querían publicar mis reportajes, aunque lo que
se referían se sustentase en vistas fotográficas fehacientes” (167). Así, los
ojos de Lima no ven los acontecimientos que desangra los Andes. Los directivos
del diario no quieren publicar sus textos, porque la imagen de los agentes del
Estado quedaría afectada por las desapariciones y torturas que cometen.
Así, los horrores de la violencia quedan en el anonimato.
Los muertos y desaparecidos ni siquiera son NN para los consumidores de
noticias. Y esa intención de comprender a profundidad sobre la violencia: su
causa, su proceso y su evolución fracasa ante la apatía de los que dirigen el
periodismo.
De
esta manera, la construcción de la memoria fracasa. El personaje periodista no
cumple su rol de informar lo acontecido. Se diferencia de los personajes
periodistas de Qantu de Félix Huamán
y La noche y sus aullidos de Sócrates
Zuzunaga. Porque estos sí logran contar su verdad, aportando a la construcción
de la memoria, aunque en el primer caso, con el precio de su vida.
Sin embargo, al “querer comprender el verdadero objetivo
de los altoandinos” se nos ocurre algunas interrogantes: ¿Cuáles son los
antecedentes de la violencia política?, ¿qué sucedió en el Perú durante los
años ochenta?, ¿por qué se llegó a ese nivel de violencia política? Dichas respuestas,
de alguna manera, están en Retablo,
que a decir de Thays[1]
es una de las mejores novelas escritas sobre el tema en cuestión.
Retablo: violencia transmitida de generación en generación. Los sucesos se
desarrollan Ayacucho. Para ello, el autor recurre a las voces de varios
narradores, en primera persona. En ese tejido de visiones, logra construir la
historia de la familia Medina, desde el abuelo, Gregorio, hasta Manuel Jesús,
nieto de aquel. Este último, ya adulto, regresa a Ayacucho para ubicar el lugar
donde murió su hermano Grimaldo[2],
muerto en un enfrentamiento como integrante de las columnas subversivas.
Volveré a Huamanga, luego de ubicar a alguien que tenga noticias
viejas o frescas del itinerario del ausente que busco (Pérez, 2003: 234).
Cuántas veces caminé por este mismo lugar con Grimaldo, ¡ah!
Grimaldo. Me es difícil pensar que él pertenece ya al pasado (231).
Es un
hermano que ha muerto. Y para esa muerte que es el paso a la desaparición, al
olvido, es necesario construir la memoria. Entonces el narrador le da un
carácter mítico a esta memoria, para perennizarlo. “Otro le habría dicho (a mi
madre) que aquí fue donde Grimaldo se habría salvado de la muerte tras haberse
convertido en una de las rocas que sostienen el monolito” (233).
La
piedra es eterna, permanece ahí, inamovible, por lo tanto pervive el recuerdo
del ser querido. Es que la muerte no puede significar olvido y desaparición
total. Y si no es posible encontrar el cuerpo, se crea una forma mítica para
tenerlo en la memoria a falta de una lápida. Así también la CVR ha dejado en su
informe una lista de personas desaparecidas, que son finalmente eso, una lista
de nombres escritos para la posteridad como la roca para Grimaldo.
En la
novela, ese retorno nos permite sumergirnos en diversos hechos de la violencia:
el antes, durante y después. Hurgar en el pasado para construir el discurso de
la verdad, como la CVR, que institucionaliza ese deseo.
En Retablo no
es el individuo el que resalta. No es la historia de una persona. Es la
historia de un pueblo: Pumaranra. Los personajes tienen nombre y apellido, pero
son la encarnación de la historia de las comunidades campesinas, que padecen
explotación y abuso de los hacendados Amorín. ¿Desde cuándo? La novela sugiere
que esos conflictos son parte de la tradición, que pasan de generación en
generación como una herencia, como una maldición, de nunca acabar.
Sin
embargo, no todo es destrucción, también existe momento para amar, la
iniciación sexual de los adolescentes como parte de ella. Al respecto, dice
Gutiérrez (2007: 434) que “Retablo
constituye en esta narrativa toda una liberación en cuanto al tratamiento del
amor, sexo y el erotismo”. El hombre en toda su dimensión humana: rebeldía,
amor, trabajo, alegría, tristeza, odio.
La
novela no desarrolla solo la historia de la década del 80, sino que también
enlaza, poco a poco, el tema de las luchas campesinas desde mucho antes; de
cómo la violencia no es algo nuevo.
La
familia Amorín representa a los hacendados que, desde varias generaciones,
explotaron al pueblo de Pumaranra, con apoyo soldados y policías. En esa lucha,
entre la hacienda y la comunidad, matan al dirigente Gregorio Medina, que no se
amilana ante su eminente muerte sino que, como un último acto, le entrega la
posta de luchador a su hijo Néstor. “Si de nosotros dos se les va uno, jamás
dejará que Pumaranra se arrodille delante del cachudo y maldicionado Fausto
Amorín” (41). Néstor, niño aún, escapa con vida para luego, ya adulto, aparecer
en escena junto a su comunidad en una pelea frontal contra los agentes del
Estado. Al ser derrotados, Néstor y otros dirigentes de la comunidad son
torturados para firmar un papel donde el pueblo de Pumaranra cede sus tierras
al hacendado.
Los guardias civiles se encargaron de azotarlo con zurriago que
sirve para amansar chúcaro, hasta dejarlo tirado en el suelo, desmayado y sin
aliento, con surcos rojos y morados en la espalda (198).
Esta
derrota, más el tiempo y el apego a la familia surten efecto en la actitud de
Néstor. Se convierte en un ser pasivo. Ya no es el luchador que defiende a los
intereses de la comunidad.
A la sazón padre dedicado a sus hijos, a sus quehaceres, a la
tranquilidad forjada en razón de su obediencia a las lágrimas de su señora,
mamita Escola, para que no vuelva a comprometerse con revuelta alguna (257).
Pero
es el hijo mayor de Néstor quien toma la posta, esta vez, en la rebeldía. “Recordarte
una vez más aquella sentencia que te dejó mi abuelo, y porque tú no lo quisiste
cumplir yo lo estoy haciendo” (275). De esta manera, Grimaldo se enrola en las
columnas subversivas.
En Retablo,
las humillaciones y el abuso se heredan de generación en generación, pero
también la actitud de lucha. La familia Medina representa a los campesinos
explotados. En el otro extremo, “los auténticos delincuentes, ellos los
honrados herederos del látigo y del despojo” (276). Estos, los hacendados,
encarnados por la familia Amorín, representan “un orden”; y usan al Estado para
mantener ese orden.
A lo
largo de la novela, se muestra el deseo de los campesinos de encontrar
justicia; pero el fracaso y la derrota está presente en toda la historia. El
primer Medina rebelde es asesinado; el segundo es torturado y silenciado; el
tercero, Grimaldo, se vuelve subversivo para terminar muerto en un
enfrentamiento.
Este
último antes de morir envía a dos de sus combatientes a asesinar a Fausto
Amorín (el hijo), sin embargo, la muerte del hacendado no representa ningún
triunfo de parte de los Medina y la comunidad de Pumaranra. Todo lo contrario:
es una derrota más en la historia generacional.
Uno, porque a
Grimaldo, a diferencia de su padre y abuelo, no se le reconoce como un luchador
social sino como “un sanguinario-polpotiano-terrorista-asesino-loco-demente”
(288).
Dos,
porque estos hacendados, a pesar de que les quitaron sus tierras a sangre y
fuego a la comunidad de Pumaranra, son considerados hombres de éxito, de
progreso, por haber apoyado “incondicionalmente”[3]
la construcción de una carretera para el pueblo y haber desarrollado una
minería en la región, aunque esta haya “costado sudor, sangre, humillaciones”
(282) a los campesinos.
Tres,
porque el asesinato del hacendado resulta un sacrilegio al ocurrir en la
iglesia. “No respetaron siquiera el ritual católico que a esas horas ya se
había iniciado en el templo del Señor de Luren” (285). Este acto es repudiado
dado que las grandes mayorías creen en un Dios católico[4].
Grimaldo entra a
la subversión creyendo que a través de ellos llegaría la justicia para los
campesinos. Esta idea de tomar las armas viene con otro personaje: Antonio
Fernández, un agente del velasquismo que se presenta en la comunidad como
alfabetizador. Su convicción de los beneficios de la Reforma Agraria lo lleva
internarse en zonas andinas, para verificar su cumplimiento; sin embargo, al
enfrentarse al poder de los hacendados es expulsado del pueblo montado en un
burro.
Al principio no se dio cuenta para qué traían al burro hacia el
local del cabildo, en donde estaba él encerrado… En seguida, encendieron los
cohetecillos muy bien fijados a la cola del burro al que inmediatamente liberaron
de sus ataduras (18).
Años
después de dicho incidente, Antonio, más experimentado en las lides, regresa.
Esta vez como un hombre interesado en la construcción y el uso de los andenes,
llegando a dominarlo incluso mejor que los comuneros. Así, se gana el respeto
de ellos y es considerado un “entendido”. Sin embargo, él sería el responsable
de llevar el discurso y la realización de la violencia a Pumaranra.
Corren subidas cargando piedras inútiles, andan de noche oscura
por atajos inaccesibles, nadan en el río a las cuatro de la madrugada, se
llenan de espinas punzantes el cuerpo como si quisieran curtirlo para soportar
tajos de navaja filuda, en noches de lluvia andan sin poncho ni nada que los
cubra bien el cuerpo… todo eso me asusta (122).
Antonio
Fernández se desencanta de la Reforma Agraria, porque los hacendados utilizan
el discurso velasquista para adecuarlo a sus intereses. Las comunidades
continúan en la misma situación de pobreza y humillación. Fausto Amorín (el
hijo), antes dueño de la hacienda, pasa a ser socio mayor de la misma con la Reforma , aunque, en
realidad, sigue siendo el dueño.
Ustedes también pues son dueños, les dijo despidiéndolos
cariñosamente, viéndolos partir a los sudorosos y pobrísimos socios de la Sociedad Agraria
de Interés Social Revolucionario Peruana de Pampamarca, antes concertados y
colonos de la hacienda (215).
Nuestra mina será la cornucopia con la que siempre soñé, la SAIS
será siete, y todo eso tenemos que hacerlo con la mano casi gratuita de los
chutos que creen que mis propiedades también son sus propiedades (217).
Antonio
Fernández ante tal situación, radicaliza su discurso y su accionar. Se decide
finalmente por las armas. Producto de ello, muere en combate[5].
Pero antes ha logrado que varios jóvenes de Pumaranra también se conviertan en
subversivos. Y uno de ellos es Grimaldo Medina, quien, como combatiente, toma
el nombre de Antonio para su seudónimo.
Antonio Fernández canaliza
la violencia en Pumaranra a un nivel más alto. La violencia en la que se ve
envuelta la tercera generación de los Medina no se puede comparar con las dos
primeras generaciones. Es mucho más brutal. No existe neutralidad en esta. O
estás con uno, o estás con el otro. No hay otra opción. Las circunstancias
obligan a participar de ella. Así dos comunidades terminan enfrentados a
muerte. Pumaranra se inclina más hacia los alzados en armas.
Los pumas, gente peliche y malacasta, quienes para plegarse a esos
anticristos comunistas lo hicieron sólo por darle la contra a don Fausto Amorín
que, como bien saben ustedes, es fraterno con nosotros. Tengan en cuenta que
por su mediación fue que tuvimos presupuesto del Estado para nuestras escuelas
y también para la llegada de nuestra carretera, en realidad solo por eso los
pumas se han juntado a esos criminales anticristos (268).
Apoyo
logrado, en realidad, a través de un trabajo de compenetración con la comunidad
por mucho tiempo, con Antonio Fernández. Aunque también hubo quienes no estaban
de acuerdo con la violencia armada, por eso algunos comuneros decide pedir la
intervención policial ante el accionar de los subversivos, pero estos los
asesinan.
Al amanecer, la gente de entrañas temblorosas encontró tres
cuerpos tirados en las calles de Pumaranra, en charcos de sangre, con las bocas
suspendidas en un grito desgarrador… De esta manera, poco a poco, amedrentando
a los opositores, agrupando a los asequibles, exponiendo adoctrinamiento y
manejo de armas… fueron conformando multitud (257).
En
cambio, Lucanamarca apoya a las fuerzas del Estado. Las dos comunidades tienen discrepancias
generacionales por tierras[6].
Este odio generacional entre ambos pueblos sirve para avivar la violencia y
llevarla hasta su máxima expresión, llegando al salvajismo. Es un odio sin
contemplaciones para destruir a sus oponentes de Pumaranra.
Los hicieron llegar a la plaza de Lucanamarca, tras tundearlos por
todo el camino a punta de bayoneta, y allí mismo, sin esperar que pasara el día
les rociaron con gasolina y los quemaron vivos, sin sentir un poco de compasión
ante sus gritos de horror, ante sus alaridos de animal sacrificado, hasta en
pequeños montones negruzcos y humeantes (270).
Esa
acción de Lucanamarca[7]
tiene una respuesta. Los jefes subversivos ordenan asesinar a los responsables
directos. La orden se cumple avivado por la pugna generacional por las tierras.
Había la orden de aplastar con rigor a los cabecillas lucanamarcas
que estaban metidos con zapato y todo en la defensa del gamonal Amorín (279).
Los dos pumaranrinos se miraron, como si en sus miradas quisieran
encontrar la hermandad ancestral de los ‘pumas’ (280).
En ese sentido, la
historia narrada en Retablo sugiere una guerra entre las dos comunidades por
rencillas ancestrales, principalmente, atizada por el contexto de violencia
política. Al respecto, Miguel Gutiérrez (2007: 439) señala:
Retablo ofrece una visión
distinta, por lo menos más matizada sobre los sucesos atroces que ocurrieron en
ese pueblo durante la guerra interna. De modo que ya en un plano
extraliterario, la novela de Julián Pérez tendrá que ser tomada en cuenta para
que historiadores del futuro, de espíritu abierto y equilibrado, formulen una
versión más objetiva de lo que sucedió en Lucanamarca.
[1] En su blog personal ha señalado que Retablo de Julián Pérez y La
hora azul de Alonso Cueto son las novelas que mejor han abordado la
violencia política en el Perú (Thays, 2012)
[2] La crítica ha señalado que el correlato de este personaje en la vida
real es Hildebrando Pérez Huarancca, narrador ayacuchacho, quien murió como
integrante de las filas senderistas. El nombre de Grimaldo es una respuesta al
cuento Vísperas, de Luis Nieto
Degregori (Gutiérrez, 2007: 438; Cox, 2012: 15; Castro, 2010: 16). En este,
Grimaldo es un profesor universitario y narrador. Y según otro personaje del
cuento, colega de aquel, se vuelve subversivo porque como narrador es un
fracaso y la toma de las armas es la única forma de aparecer en primera plana
de los periódicos.
[3] En realidad, la carretera favorecía de manera directa a los Amorín,
porque sin ella era difícil, sino imposible, sacar adelante la minería de la
familia. La carretera era un beneficio propio y no para la comunidad.
[4] Quien ha retratado mejor
este asunto es Rosas Paravicino en El
gran señor, donde un grupo de insurrectos matan a uno de sus enemigos en
plena festividad religiosa. Este hecho genera rechazo de la población, que
pretenden lincharlos. Eso demuestra que la religiosidad en el Perú es fuerte. Y
que este detalle no ha sido considerado por los subversivos como un hecho
importante dentro de sus planes, tanto en la novela como en la realidad real.
[5] Este hecho se parece al caso de Lino
Quintanilla y Julio César Mezich, quienes, luego de participar en las tomas de
tierras en los años 70 en Ayacucho, se pasan a las filas de Sendero Luminoso al
considerar que la Reforma Agraria no solucionaba el problema de la tierra.
Ambos, “hijos de mistis… aprenden quechua cuando no lo conocen, se casan con
campesinas” (Galindo, 1988: 370). Se mimetizan con el campesinado. Y mucho de
eso tiene Antonio Fernández en la novela de Julián Pérez. Sin embargo, conviene
señalar que el caso de Mezich (con un pequeño cambio fonético: Mezziche) ha
sido descrito con nombre y apellido en Rosa
Cuchillo, por Óscar Colchado, aunque en este caso no se le presenta como un
desencantado de la Reforma Agraria, sino como un ser raro, extravagante, que
llama la atención de los comuneros por su actitud de mimetizarse: “un gringo
llamado Mezziche, se volviera más campesino…. De este hombre decían que era
doctor… En Lima tenía a su papá y hermanos que eran, como él, doctores… que una
vez vinieron a Andahuaylas a llevárselo a Lima, mas él se opuso… Se casó con
una muchacha pobre, campesina… estos hombres estarán locos decíamos nosotros” (Colchado,
2007: 71).
[6] Sanchez (2005) ha estudiado el
caso de Chuschi y Quispillacta, donde estas dos comunidades se enfrentaron en
época de la violencia política.
[7] Lucanamarca es un caso emblemático de la
violencia política. Ahí los senderistas irrumpieron dejando un saldo de
“sesenta y nueve personas, entre varones, mujeres y niños” (CVR, 2003, tomo 8:
48). Este acto fue una represalia de SL porque las rondas de dicha comunidad
habían asesinado a sus combatientes. Entonces, según el discurso senderista
dicha acción sería “un golpe contundente para sofrenarlos, para hacerles
entender que la cosa no era fácil” (Guzmán, 1988).
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