Ha publicado El
círculo de los escritores asesinos (2005), Hudson el redentor (2001), Bioy
(2012).
Bioy. El cabo Bioy es obligado por
sus superiores a violar a Elsa, una joven estudiante. Años después se convierte
en integrante de una de banda de narcotraficantes. Mientras tanto, un personaje
misterioso asesina a todos los que participaron en la tortura y violación de
Elsa, porque cree que ella es su madre y Bioy, su padre.
La historia
narrada empieza un día cualquiera de 1986 y termina en el 2008. Son 22 años de
violencia. Militares, paramilitares, senderistas y narcotraficantes desfilan
como personajes en esta novela.
En la primera
página se presenta la violación de Elsa. Pero esta escena es cortada para
decirle al lector: “Cambie de libro. Cambie de autor… eso no ocurrió. No hay
tal cosa” (11). Es decir, negar todo lo que ha sucedido: violaciones, torturas,
muertes, desapariciones. Esta actitud es confrontacional contra el discurso que
pretende negar crímenes hechos por agentes del Estado durante la violencia
política, situación que se evidencia en los insultos a la CVR, calificándola de
“amigo de terroristas”. No a la memoria.
Esa actitud
negacionista no solo se evidencia en los insultos, sino que las mallas del
poder (Foucault, 1993: 72) entran en funcionamiento para que no se sepa la
verdad, poniendo obstáculos a todo lo que signifique la construcción de la
memoria. Así en la realidad real, por ejemplo, el juez Villa Stein, en el año
2013, pretendió beneficiar al Grupo Colina reduciéndoles la condena de 25 años
a 20 años. El argumento fue que no habían cometido delitos de lesa humanidad,
cuando a todas luces y en diversas instancias nacionales e internacionales fue
considerado como tal.
Tal negacionismo
explica también cómo los juicios a muchos genocidas como Telmo Hurtado,
responsable del asesinato de más de cien campesinos en Putis, demoren tantos años
y las condenas sean menores a delitos comunes. Así tenemos asesinatos con
sentencias que superan los 30 años prisión[1],
pero los genocidas como los del grupo Colina tienen sentencias de 20 años.
Este silencio de
una parte de la sociedad peruana no es nuevo. Se remonta a los primeros años de
la violencia. Así, en Bioy, se puede
apreciar que “Belaunde, García, Fujimori, todos dieron inmunidad, anonimato,
silencio cómplice” (24). Inmunidad a quienes cometieron delitos porque “La ley
y la delincuencia suelen ponerse de acuerdo” (100). Foucault (1993: 66)
ejemplifica este tema con la presencia de matones en mítines y en desalojos.
En cuanto a Fujimori,
este fue sentenciado; y el caso García ha quedado entrampado, dado el poder y
la influencia que tenía su partido en el sistema judicial, sin embargo, el caso
Belaunde es diferente, porque a este se le ha creado una imagen de presidente
honesto, de lujo, santo, todo un señorón.
En el plano
ficcional, sin embargo, es en Adiós,
Ayacucho (1986) de Julio Ortega que también se ha desarrollado esta
temática. Su personaje, Alfonso Cánepa, quien es asesinado y su cuerpo volado
con explosivos, le enrostra a ese presidente de lujo que él es el gran
responsable de su muerte. Todo un peregrinaje de Cánepa para encontrar justicia
y una parte de su cuerpo que ha desaparecido como producto de la explosión. Y esa
es la historia del Perú: mientras algunos pretendan borrar de la memoria todo
lo sucedido, otros continuarán ese largo peregrinaje para encontrar lo perdido:
hijos, padres, hermanos, amigos, vecinos.
Esto solo será
posible si se trata a todos por igual, y traerse abajo los íconos. Belaunde no
es un santo. Aunque existe la intención de deificarlo, de hacer un culto a su
personalidad.
En el caso de Bioy,
se muestra la tortura, la
violación sexual y el asesinato de manera cruda y frontal, sin tapujos, como
para decirle al lector que todo eso sí sucedió y de esa forma, que la metáfora
y el rodeo de palabras no es válida en tales circunstancias.
Para estas
víctimas no existe el sistema judicial. “Aquí en el Perú siempre ha sido así
con los inocentes, con los que están en el medio, con los que parecen
invisibles y son como fantasmas y se mueren y se pierden y se vuelven locos y
nadie se pregunta por qué se fueron ni adónde se fueron y a nadie le interesa
si van a volver” (279). Así, los violadores y torturadores de Elsa llevan una
vida normal porque se saben protegidos por el Estado, aunque luego, cuando la
dictadura entra en crisis, viven un poco a salto de mata, pero siguen siendo
intocables. Entonces aparece en el escenario un nuevo personaje, Marcos, con
habilidades de actuación (casi bipolar) y un gran hacker. Este, casi por casualidad, descubre la historia de Elsa y
cree que ella es su madre, quien se encuentra en un hospital para enfermos mentales,
por lo que decide buscar venganza, asesinando a tres de los implicados. Ante la
falla del sistema judicial se suple por otro, más personal: el ojo por ojo,
diente por diente.
Al igual que
Cánepa, Marcos busca parte de lo que ha perdido, no su cuerpo, sino a sus
padres. Vivía engañado por su abuela, quien nunca le dijo la verdad sobre sus
padres. Y esa búsqueda se convierte en un peregrinaje violento, que finalmente
le llevan a un final donde él cree que ha encontrado a sus padres, que esa es
su historia. Pero en realidad, no es así: él ha matado a los torturadores de la
que cree que es su madre y ha asesinado a los delincuentes que acompañan a Bioy.
Se ha construido su propia historia, a falta de uno real.
Marcos
debe construir su propia historia en un contexto donde militares y policiales
están pintados como seres corruptos, asesinos, delincuentes. Y esto no solo
durante la violencia armada, sino que lo trasciende, porque, luego de haber
finalizado el conflicto, continúa; es un hecho de nunca acabar. Un policía que
ha sido infiltrado en una red de narcotraficantes es asesinado por su propio
colega, dado que “sabía más de la cuenta”. Así termina el único personaje casi
honesto.
Elsa y Marcos son
dos personajes importantes en la novela. En base a ellos se arma la trama.
Ambos con alteraciones mentales, producto y consecuencia de la violencia de los
años 80 y 90. Es manifestación de que esa etapa ha dejado profundas huellas en
la mente de varias generaciones, que no ha sido algo pasajero, algo que se
pueda olvidar fácilmente. Sin embargo, a través de estos dos personajes podemos
ver la violencia.
Eso
es importante, porque ante el negacionismo estatal, se hace necesario refrescar
la memoria colectiva e individual que dice los asesinatos, violaciones, fosas
comunes de de parte de agentes del Estado es una invención de la izquierda caviar,
atrincherada en la CVR.
Sin
embargo, no solo la CVR ha demostrado que existen fosas comunes. Diversas
instituciones, investigadores, periodistas han coincidido en ello. Y desde la
ficción se viene haciendo lo mismo. En el caso de Bioy, se ha ido más allá de hacernos ver lo sucedido, sino que ha
tocado el trauma postguerra, que no solo afecta a las personas que han vivido
en carne propia esos hechos terribles, sino que continúa a modo de herencia.
En
ese sentido, Bioy entra en la línea
de la película La teta asustada (Claudia
Llosa), de cómo el pasado no solo afecta a quien la vivió de manera directa,
sino que los hijos sin haber conocido los hechos de la violencia política
tienen que cargar esa pesada cruz. En este caso, es Marco quien debe cargar esa
cruz, pero, a diferencia de la película, la víctima pasa a ser victimario, en
una cacería de los culpables.
Finalmente, Bioy es una novela que pretende
refrescar la memoria de los años de la violencia, que ese hecho no puede ser
olvidado, por más horrenda que haya sido.
[1] El caso de Abencia Meza grafica muy bien esta situación. La justicia
consideró que ella mandó a asesinar a Alicia Delgado. No hubo pruebas consistentes para llegar a
tal conclusión, sin embargo, al parecer, el juicio estuvo guiada por
sentimientos homofóbicos, dado que Abencia y Alicia, ambas mujeres, fueron parejas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario