Rafael Inocente


Es autor de la novela La cuidad de los culpables y, en cuentos, de No todas van al paraíso.

La ciudad de los culpables. En este libro, Orlando, Sebastián, Lucía, David, Julia, Sofía viven en asentamientos humanos: Collique, Vitarte y Canto Grande. Son personajes que trabajan y estudian para sobrevivir en la Ciudad Enferma. Sobre esto Miguel Gutiérrez ha dicho: “Merece destacarse en Ciudad enferma, es el conocimiento verdaderamente excepcional de la Lima andina que tiene Inocente” (381:2007).
Es una mirada de cómo la violencia ha cercado la ciudad, donde algunos jóvenes de barrios pobres se involucran en la subversión o por ser de dicha extracción son acusados de subversivos.
Sin embargo, la violencia estatal no se origina con la presencia del senderismo, le antecede. “Elmer Gárate, el percusionista del grupo, apareció baleado en pleno centro de Arequipa… ¿Cuál fue su delito? Hacer música, formar sindicatos, no frenar su lengua, no bajarse los pantalones por un plato de lentejas” (44). Eso en 1979.
En la década siguiente, esta escena se hace más constante. “Habían encontrado varios cadáveres con huellas de torturas en una playa de Ventanilla” (85). La crueldad y el salvajismo se presentan casi con naturalidad. “Don Félix fue baleado a quemarropa, cuando intentó defender a la niña… Paula fue violada primero por el suboficial, con toda saña y despotismo de los que puede hacer gala un soldado envilecido, (luego) atinó a descerrajar dos tiros en el pecho de Paula” (214). Ese soldado o policía es “reclutado de entre las gentes del más bajo nivel intelectual- casi fronterizos, la mayoría, canallas” (133)[1] para hacer ese tipo de trabajo sucio. Ese “soldado envilecido” nos recuerda a Telmo Hurtado, el genocida de Accomarca, quien además pedía que se le reconozca héroe. Le dijo a una comisión de parlamentarios que si no fuera por él y sus compinches, dicha comisión ni siquiera funcionaría, en otras palabras que todo había vuelto a la “normalidad” gracias a su trabajo de arrasar comunidades enteras.
La violencia convulsiona La Ciudad Enferma, donde cualquier persona puede ser acusada de subversivo: “El ignorante profesor de economía confundió (a un aprista) con senderista o martaquito” (88). Ese “daltonismo”, que se presenta no solo en el ámbito académico, le malogra la vida a Orlando Zapata, a quien “un Tribunal Militar de encapuchados, sin ninguna prueba, y en un juicio que duró diez minutos, me condenaron a veinte años de prisión” (252). Eso porque “yo era un prófugo de la ciencia y su método y que en todo caso prefería el conocimiento directo de la intuición y el latido a ser un asalariado de las grandes empresas, autodenominado científico” (253).
En ese escenario de violencia, existe otro grupo que maneja casi el mismo discurso a de los subversivos: luchar por el pueblo en contra de los explotadores; aunque en la vida diaria, fuera del ambiente político, una izquierdista se manifiesta así: “¡Oye, Renatito, dile a la chola que me pase la sal!” (49). Ese es el trato que recibe una trabajadora del hogar a lo que el narrador dice: “eran unos rabanitos, rojos por fuera y blancos por dentro… eran unos miserables revisionistas” (50).
El personaje “rabanito” al que se hace referencia en el párrafo anterior también aparece en un cuento de Inocente: “Mi patria en mis zapatos”. Aquí es un integrante de la CVR que pretende limpiar la imagen de los agentes del Estado.

Mira los rojos están diciendo que las violaciones a las indias era práctica sistemática del Ejército Peruano… Eso no podemos permitirlo… Ayer hablé con Cipriani. Hay una denuncia grave contra el cardenal. Lo acusan de comercializar mujeres senderistas en complicidad con el Ejército, para casarlas con delincuentes. El arzobispo está desesperado. La audacia de los simpatizantes de Sendero no tiene límites. ¿Estás con nosotros? (Inocente, 2013: 80).

A lo que el narrador, en primera persona, le responde: “Esa era una práctica común… ¡Usted y su Comisión pueden irse a la gramputa que los parió! ¡Rabanito, concha de tu madre!” (81).
Regresando a la novela, en ese escenario de la violencia, izquierdismo y subversión también están enfrentados. Situación que se puede apreciar incluso en la música.
            El primer caso:

Lo más graneado de la pituquería progre aplaudió eufonizada a escritores y músicos de lo que llamaron la nueva canción latinoamericana, esos que nunca quedan mal con nadie y que solo cantaron protesta hasta que cayó el muro (67).

            En el otro lado:

Llegaron sendas tropas de sikuris de San Marcos, de La Cantuta y de la UNI. Al grito ancestral de ¡Cha’mampi, cha’mampi compañeros!, se inició la fiesta colectiva. La pituquería de la Agraria, temerosa de lo que ellos llamaban la ‘terrucada’, solo contemplaba, impávida, la fuerza del ritual preínca, la danza de los sikuris (90).

En esa lucha entre el senderismo e izquierdismo, los personajes principales de la novela, que viven en pueblos jóvenes y barriadas, eligen al primero. Así, un joven trabajador, que siente que se le explota o que ha visto a sus padres partirse el lomo para construir una casa o sobrevivir, empezará a cuestionar la sociedad en el que  vive.

Entrar en contacto con la gente de las fábricas me permitiría también saciar mis inquietudes políticas y conocer algo más de los compañeros que nos visitaban en el mercado los fines de semana, para impartir formación política y para recolectar y las colaboraciones (menestras, frutas, verduras, carne, lo que fuese) que por voluntad propia realizábamos en el mercado (51).

De la misma manera, una mujer que trabaja desde niña, luego de que escuchara “hablar de proletariado, lucha de clases y subproletariado…” (58). Es la historia de jóvenes de “carácter insurrecto y rupturista” (256), que cuestionan la forma cómo está organizada la sociedad, actitud peligrosa donde algunos pierden la vida, otros la libertad.
Así queda representada la izquierda. En la realidad real, algunos de sus militantes se radicalizaron, otros se alejaron simplemente, unos fueron asesinados por el daltonismo del aparato estatal al no diferenciar entre izquierdismo y senderismo. Los senderistas también hicieron lo suyo al asesinar a militantes izquierdistas. En ese sentido, según lo presenta Uceda (2004: 328-332), el caso de Pedro Huillca sería emblemático, dado que tanto como senderistas y agentes del Estado asumen la responsabilidad de su muerte, luego se retractan. Así la izquierda se encontró entre dos fuegos, con un discurso que desde la óptica estatal se acercaba a SL; y, desde la óptica senderista, era revisionista, a quienes decían “combatirlo implacablemente” (Guzmán, 1988).
Ese ambiente de violencia hace que algunos personajes sean pesimistas sobre la realidad social y vean la ciudad como un peligro, de donde se debe huir para evitar contagiarse de ese mundo caótico y terminar siendo parte de ella.

Cualquier fascista que propague una idea en el Perú puede ser exitoso, porque los que manejan este país son mierda y entre mierdas coinciden; el japonés tiene apoyo porque su punto de vista de las cosas, su ideología y su programa son similares a la estructura mental de la mayoría de individuos que componen este rebaño llamado pueblo peruano (92).

Cuando decidí internarme acá en el monte, cuando decidí hacer mi hogar con este pueblo, lo hice para terminar con la influencia de las costumbres e ideas de la ciudad, para olvidar las discusiones de reaccionarios y revolucionarios, para beber de  la tierra y sin nada que perturbe mi mente (227).

El fervor de algunos que se adscribieron a la subversión también cambia. De eso se encarga la cárcel de Challapalca, ubicada a 4800 msnm en la región Tacna. Es como si estuviera hecho específicamente para enfriar convicciones: “Por lo pronto quiere salir de allí… está decepcionado de su propia gente y realmente quiere romper con su actitud de ‘duro’…” (266).
Ciudad de los culpables retrata una ciudad infierno donde los personajes sufren como si fueran culpables desde nacimiento, generación tras generación. Pero a pesar del castigo injusto en ese infierno, se espera un amanecer.

Hoy que piso las calles nuevamente, hoy siento que a pesar de todo, he perdido el miedo después de tantos años de encierro injusto… a pesar del pesimismo y el desaliento, nunca está más oscuro que cuando va a amanecer” (269-270).



[1] Esta idea sobre los agentes del Estado también aparece en Arribasplata (2010: 169).

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