I
La publicación de Profetas del odio[1]
de Gonzalo Portocarrero fue motivo de comentarios y entrevistas de la prensa
escrita y televisiva, convirtiéndose en un best
seller de la ensayística.
Uno
de los motivos para esta situación fue el título del libro: provocador,
incisivo (sin negar la calidad del estilo). La provocación tuvo respuesta: militantes
del senderismo en la versión Movadef irrumpieron a gritos en la presentación
del libro. Por supuesto que ese hecho llamó la atención de la prensa que gusta
poner en primera plana los conatos de toda índole, porque vende. En otras
palabras, los movadefianos, en vez de acallar a Portocarrero, le hicieron un
favor.
Así,
para la presentación en la FIL (julio-agosto, 2012), uno de los presentadores señaló
que en menos de dos meses se lanzaba la tercera edición. Claro que no mencionó
a la piratería que ya se había puesto a trabajar.
II
En este libro,
Portocarrero señala que Abimael Guzmán y Ramírez Duran “estudiaron en colegios
religiosos… y pese al entorno religioso en que vivieron, perdieron a Dios,
dejaron de creer cuando eran muy jóvenes. Es decir, todo hace pensar que se
trata de personas rechazadas, con una gran necesidad de un sentido tutor para
sus vidas, pero a la vez con una falta de orientación” (141). En otras
palabras, si no perdían a Dios, la quema de ánforas en Chuschi no se habría
dado, lo de Lucanamarca tampoco, así un largo etcétera.
En
ese sentido, el sistema educativo de los religiosos es un fracaso. Los docentes,
el currículo, el director, la iglesia, la infraestructura, los curas fallaron en
cuanto a los logros educativos, al perfil del estudiante: que recen los padres nuestros,
que canten los aleluyas, que crean en Dios. Luego, siguiendo el discurso
portocarreriano, habría que revisar el papel de los colegios de curitas y
mojitas y su aporte a la sociedad peruana, sobre todo los que tienen
presupuesto estatal, porque si no cumplen con el programa de “no perder a Dios”
a cuenta de las arcas del Estado, entonces es cuestión de declarar en crisis
estos colegios.
Ahora
bien, una visión religiosa, definitivamente, no aborda de manera completa un
problema de esta índole, de dos décadas de violencia armada. No todo se puede
reducir a creer en Dios o no, a perder a Dios o no. Porque, si vamos por ese
camino, entonces se va a llegar a la conclusión de incluir en el currículo
universitario el curso de religión, o se va a prohibir perder a Dios, hasta
quizá penalizarlo, que quienes no recen con Cipriani (bendecidor de los
responsables de las fosas comunes) a la cárcel o al suplicio, herejes estos. Prohibido
negar a Dios.
Eso
me recuerda una anécdota: en una huelga magisterial, en una reunión de una base
del Sutep, cuando se acordaba sobre la radicalización de la huelga, una
profesora de religión argumentó que ella no participaría de manera directa en
la huelga, es decir, no iría a las marchas, pero rezaría para que esta tenga
buenos resultados. En otras palabras, Dios la iba a escuchar y así el gobierno aumentaría
los sueldos a los maestros. Seguramente esta profesora no ha escuchado esa
canción Preguntitas a Dios: “Hay un
asunto en la tierra más importante que Dios; y es que naide escupa sangre pa
que otro viva mejor. Que Dios vela por los pobres, tal vez sí, y tal vez no;
pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón”. Portocarrero sí.
III
Portocarrero, al
refutar los planteamientos de Guzmán, en cuanto a que este toma la idea de
Mariátegui (no todos los que citan al Amauta son mariateguistas): “el problema
del indio es el problema de la tierra, es un problema económico social”,
escribe: “Mariátegui daba un peso decisivo a la cultura; situación que queda
evidenciado en que el ensayo más largo de su libro estuviera dedicado al examen
de la literatura” (74).
Es
decir, según el portocarrerismo, la cantidad de páginas implica la importancia
de un tema sobre otra. A ver, apliquemos la fórmula: si un texto tiene 50
páginas y otro, 100, entonces este sería el doble en importancia con respecto a
aquel. Pero con esta fórmula portocarreriana se nos presenta un problema: ¿qué
pasaría si dos textos empatan en páginas? A contar letras y palabras. ¿Y si
vuelven a empatar? Asumo que habría que contar las tildes y diéresis, hasta
habría que ver la diferencia entre letras cursivas y negritas. En fin.
Luego
siguiendo el discurso, habría que hacer una nueva edición de los Siete ensayos, donde la secuencia de los
ensayos corresponda a la cantidad de páginas. Así, tendríamos el del indio como
el último y el de literatura, ya se sabe. Claro, el indio que sea el último.
Siempre fue así, ¿no?
Sin
embargo, lo cierto es que Mariátegui empieza su libro con el ensayo Esquema de una evolución económica,
luego El problema del indio y en
tercer lugar El problema de la tierra.
Que haya colocado el aspecto económico al principio responde a su manera de ver
el mundo. Citemos a Mariátegui: “Todas las tesis sobre el problema indígena,
que ignoran o eluden a este como problema económico-social, son otros tantos
estériles ejercicios teoréticos, y a veces solo verbales-, condenados a un
absoluto descrédito”; “El problema de la enseñanza no puede ser bien
comprendido al no ser considerado como un problema económico y como un problema
social”; “No es posible democratizar la enseñanza de un país sin democratizar
su economía y sin democratizar, por ende, su superestructura política”;
“Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones
e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en
lenguaje coloquial, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión”.
Para
Mariátegui, lo económico es principal. La base económica. Esto, indudablemente,
lo sabe Portocarrero. Sin embargo, ese desacierto ¿involuntario?, ese desliz
¿antojadizo? Debe ser por eso que Miguel Gutiérrez dice la sociología del mal.
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