lunes, 25 de febrero de 2019

Entrevista a Rosas Paravicino: El gran señor

Rosas Paravicino (Cusco, 1948) ha publicado Al filo del rayo (1988), La edad de Leviatán (2005), Ciudad apocalíptica (1998), El patriarca de las aves (2006), El gran señor (1994).

El motivo de la entrevista es El gran señor. Donde un grupo de subversivos, camuflados entre los asistentes del santuario, intenta matar a un juez. En casa de la deidad se transgrede las normas religiosas, convirtiendo ese acto es una herejía, que el pueblo religioso no perdonará: después de darle una buena golpiza a uno de atacantes, le entrega a la policía. “Suficiente infamia era haber soportado tres días a los agentes subversivos en el santuario”. Claro, es la casa del Señor.
La guerra interna ha dejado profundas huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a ello?
Igual que otros miles de peruanos fui testigo del cruento proceso de la guerra. Detenciones, torturas y asesinatos comenzaron a ensombrecer el panorama nacional a partir de la década del ochenta. El gobierno expidió la ley de la apología del terrorismo, con la que se acallaba la conciencia crítica de la ciudadanía. A pesar de ello, algunos escritores dimos a conocer temprano nuestros textos con relación a la violencia creciente. En 1986 Julio Ortega publicó “Adiós Ayacucho”, Luis Nieto Degregori al año siguiente, “Harta cerveza, harta bala”, yo publiqué en 1988 “Al filo del rayo”, Dante Castro ganó en 1987 el segundo puesto del Copé de cuento con “Ñakay pacha”. Tuvimos el coraje de jugarnos el pellejo en un período de abierta represión brutal. Nuestro testimonio queda en la palabra hecha denuncia e indignación, justo cuando aquel baño de sangre se tornaba incontrolable y las hienas rondaban en torno de los cadáveres.

Este asunto de la guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?
La guerra interna ha marcado a fuego vivo nuestra cultura en las últimas décadas. Y como parte de ello, la creación literaria, más específicamente la novelística, por su condición de género totalizador refleja y procesa de varias maneras el ciclo violento que la sociedad peruana vivió a fines del siglo XX. Siempre un novelista aspira a comprender e interpretar su época. En ese afán, extrae la savia de su creación de la mata misma de los sucesos de su tiempo. Si la psiquis colectiva está tatuada de tragedia y dolor, es lógico que la novela peruana esté al nivel de ese estado de ánimo. Rosa Cuchillo, Abril rojo, La hora azul, Retablo, La niña de nuestros ojos, entre otras, son evidencias de que hay una nueva ruta avanzada en el género. Aunque ciertamente el número de novelas es mayor. Mark Cox anotaba que hasta el año 2008 había 68 novelas publicadas alrededor del conflicto bélico interno.

¿Qué autores cree que han trabajado mejor la temática de la guerra interna?
Aún es temprano para efectuar un balance definitivo, pero a título personal me quedo con los aportes de Oscar Colchado, Dante Castro Arrasco, Luis Nieto Degregori, Julio Ortega, Alonso Cueto, Miguel Arribasplata, Eduardo Huarag y Santiago Roncagliolo, entre otros.

¿Cómo han influido los sucesos de la guerra interna en su quehacer literario?
De manera abrupta y definitoria; particularmente las masacres de Accomarca, Uchuraccay, Lucanamarca y otros episodios similares que se dieron en los años ochenta. La sangrienta fuga de los presos del penal de Ayacucho es otro suceso que anuncia el cambio de rumbo de la guerra. En ese contexto, no tenía mayor sentido que un escritor de marcada sensibilidad social, haga lírica personal o abstracciones metafísicas. Había que acatar el ritmo duro de la época, procesar el dolor colectivo y, desde la instancia de la palabra, contribuir con la imaginación y el talento para que termine el desangre nacional, para darle un registro estético (de una estética cruel) al más grande genocidio que se dio en nuestra historia republicana. Sólo así nuestra palabra tendría valor ético, social y testimonial.

En su novela El gran señor los subversivos se infiltran en el santuario, entre la gente con fervor religioso, incluso asesinan ahí. Se profana lo sagrado. ¿Los subversivos son herejes desde esta perspectiva? ¿Se ha visto situaciones parecidas en la realidad?
Responderé a esta pregunta con un caso real. En mi calidad de peregrino de la festividad de Qoyllurit’i del Cusco, vi una vez que dos jóvenes danzaban indistintamente en las comparsas de bailarines de Ocongate y Paucartambo. Ambos eran alumnos míos en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco. Los conocía desde hacía varios semestres como radicales activistas de la izquierda legal. Sin embargo, más adelante me enteré que ambos terminaron enrolándose en las filas de Sendero Luminoso. Aquí participarían de atentados sangrientos, con secuelas trágicas hasta la vez que la policía desbarató al comando sedicioso y capturó a sus componentes. Una tarde, los presentó a todos en conferencia de prensa y allí estaban los dos danzantes del santuario. Más que simples herejes, ambos habían derivado en militantes de un proyecto político que anunciaba barrer el sistema para, sobre sus escombros, construir otro tipo de sociedad. Este caso nos demuestra que, en los Andes, no hay mayor divorcio entre la práctica religiosa popular y la opción política violenta.

En varias novelas, los ronderos aparecen como delincuentes. Su personaje, el comandante Huaroto, no se libra de esta descripción.
La guerra interna también engendró hijos de una particular tipología moral. Tanto en el bando subversivo como entre las llamadas fuerzas del orden se dieron casos de individuos con un perfil psicológico que rayaba en la simple perpetración de delitos. Aquí es pertinente retrotraer la figura del denominado comandante Huayhuaco, un personaje de la vida real, vinculado al narcotráfico, dueño de un prontuario policial deleznable, pero que cuando su territorio se ve afectado por la presencia de los sediciosos, él se alía con el ejército y se convierte en un cabecilla antisubversivo importante. Lo paradójico es que el Estado que representa a la legalidad, termina asociándose con un jefe mafioso requisitoriado por el poder judicial. En mi novela El gran señor yo invento un personaje análogo: el Comandante Huaroto que viene a ser un Huayhuaco operando en la región sur, un sujeto sin bandera ni principios, capaz de cometer cualquier vesania, bajo el paraguas de su alianza con los militares. No sé si me salió bien, pero ahí está.

La historia oficial presenta a Mateo Pumacahua como un héroe. Usted no. Este personaje paga sus culpas en su condición de fantasma.
Pumacahua representa al sujeto histórico controvertido. En noviembre de 1780 el destino le dio la oportunidad de involucrarse en el proyecto político de Túpac Amaru (su par en términos de casta y autoridad), pero él prefirió unirse a los españoles, para combatir la sublevación de Túpac Amaru. Su actuación en aquella guerra fue decisiva para el triunfo de los realistas. Tres décadas después, ya sofocada la rebelión y luego de ocupar altos cargos burocráticos, Pumacahua siente que de nuevo la guerra toca su puerta. Esta vez son los criollos del Cusco que se han sublevado contra el rey de España. Le proponen la jefatura del ejército alzado y Pumacahua les acepta, acaso remordido por el genocidio que perpetró en el conflicto anterior. No calculó el tamaño de la nueva aventura. Tras una difícil campaña militar fue derrotado en la batalla de Umachiri y luego fusilado en la plaza de Sicuani, como traidor al rey. En la novela lo presento como un condenado (fantasma) que debe penar de los siglos por los siglos entre los picachos de los Andes. Sufre de un remordimiento profundo por sus actos en vida y sus recuerdos se focalizan en el Cusco, allí donde gozó del poder y la fortuna.

Con la presencia de Pumacahua y las luchas por la tierra que usted narra en su novela, ¿podemos decir que la violencia no se inicia en 1980, sino que nuestra historia está llena de eso?
En efecto, la violencia social tiene una data antigua en el Perú. Este es el país de las grandes sublevaciones y masacres. Partamos únicamente de la época colonial. Manco Inca en 1536 libra una guerra sangrienta en su afán de aniquilar a los usurpadores españoles. Juan Santos Atahualpa en 1742 levanta a las etnias amazónicas en contra del poder hispano instalado en Lima. Túpac Amaru, en 1781, libra la gesta libertaria más tenaz y heroica, con una secuela de 100 mil muertos. Si analizamos estos hechos y los comparamos con las sublevaciones indígenas de la era republicana, vamos a ver que el denominador común de todos es el mismo: la lucha por el derecho a la dignidad, la justicia, la cultura, la autodeterminación, la identidad y la tierra. A la luz de estos acontecimientos, la guerra de 1980 no es sino la prolongación de una historia, como la del Perú, que está escrita más por el lado del borrador que por la punta del lápiz. Ahora bien, tampoco la reciente derrota de Sendero Luminoso nos garantiza un futuro promisorio de paz y bienestar. Mientras continúe la situación de exclusión, pobreza, inequidad, corrupción e injusticia, siempre tendremos en el horizonte la probabilidad de un nuevo conflicto interno. Debemos aprender de la historia si ciertamente queremos construir un Estado/Nación que represente a todos.

Siete truenos, siete días, en que Isolda consigue liberar a Alberto, siete subversivos, siete pabluchas. ¿Alguna simbología?
Sí; un intento de elaborar una cábala andina, similar a la cábala judía donde el número clave es el tres.
Finalmente ¿qué proyectos tiene como escritor?

Varios. Siempre en el género narrativo y con temas que tienen que ver con los procesos sociales e históricos del país. Por ahora no quisiera puntualizar sobre algún proyecto en especial. Primero que nazca la criatura para luego especificar los pormenores de su existencia. Gracias. 

2010

Entrevista a Félix Huamán Cabrera: Candela quema luceros


Félix Huamán Cabrera (FHC) tiene en su haber más de diez libros, entre cuento, novela y poesía. Dentro de la temática sobre la guerra interna, él ha publicado Candela quema luceros (1988), Noche de relámpagos (1994) y Qantu: flor y tormenta (2004). Con respecto a la primera, Max Cox, un estudioso sobre literatura peruana, la ha calificado como el best seller. Este libro, de más de 20 años de existencia, sigue siendo motivo de conversación en los ambientes académicos. Mejor aún cuando se habla sobre la guerra interna de los 80.

NVP: La guerra interna ha dejado huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a ella?

FHC: Claro, las huellas han sido muy profundas en la guerra interna. Sobre todo una huella de frustración. Porque miles y miles de jóvenes y generaciones nuevas tuvieron una esperanza de cambio. Esta esperanza simplemente se frustró, porque la guerra no culminó. Finalmente, hubo muchas causas internas y externas que no permitieron su desarrollo. Me parece que una de las causas fundamentales negativas para que no progresara fue el aspecto dogmático de los que dirigieron la guerra, por un lado, y un poco la improvisación y la aventura romántica de los tupacamarus. Entonces, esto hizo que no se culminara. El resultado final fue que el pueblo sufrió tremendamente. Los pueblos desaparecidos no todos eran militantes de Sendero, ni todos eran progobiernistas. Sin embargo, oficialmente se sabe que era hay seis o siete pueblos desaparecidos, pero extraoficialmente fueron más de cincuenta que los desaparecieron, que los barrieron. Estos fueron las consecuencias, muy tristes. Fruto de eso se dieron las grandes migraciones. Estas migraciones que no tienen nada de positivo. Eran migraciones de aventura, a ver a dónde podían llegar. La cosa fue muy triste. Muerte, desaparición, genocidio, desesperanza. Hizo que el Perú se detuviera tremendamente. A esto se sumó la actitud de la clase gobernante con el narcotráfico, la corrupción, el racismo, la discriminación: tantas cosas negativas. Pero, por otro lado, habría que ver también la capacidad de inmolación que tuvieron tantos jóvenes, tantos intelectuales que fue una cosa, digamos, de bastante admiración.

NVP: Este asunto de la guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?

FHC: Actualmente, la gente de la época del 2000 la está tomando como si fuera un tema para poder meterse al mercado. Ahora debe haber siquiera unos veinte o treinta de estos escritores, de estos que andan con las grandes editoriales que toman el tema de esa época porque saben que es un tema que se vende, entonces lo convierten en mercancía. Ahí esta uno de esos: Abril rojo y tantas novelitas que andan por ahí. Es lo que está haciendo Alarcón en EEUU y otros escritores que andan por ahí, por España y aquí en mismo Perú. Ahora he conocido varios escritores que están haciendo la gran novela sobre la guerra interna. Conozco a tres o cuatro que siempre me hablan de eso.

NVP: Si tuviéramos que escoger una de ellas, ¿con cuál se quedaría?

FHC: Yo creo que hay novelas testimoniales y novelas novelas. De esa época hay muchas que son muy importantes, por ejemplo esa crónica narrativa sobre la matanza de La Cantuta que hizo Efraín Rúa me parece muy importante. No se busca la literatura, sino se busca testimoniar a través de la crónica y eso es muy importante. Luego tenemos un trabajo muy bien hecho, pero desde un punto de vista literario. Es Rosa Cuchillo. Un trabajo donde lo que le interesa al escritor es tomar el pretexto y trabajar con la creatividad literaria. Sendero solamente es un pretexto para hablar de la realidad. Lo que hace es, un poco con los esquemas de la Divina Comedia, hacer nuestra divina comedia peruana.

NVP: Sin embargo, ¿cómo ve eso del retorno del Pachacútec para reordenar el mundo?

FHC: Pero eso es un mito pues. Ahí él trabaja con el mito. Yo también. El mito del Incarrí no es sino lo que se está diciendo ahí, o sea, la vuelta, no tanto la vuelta al Incanato, al pasado, sino más bien una especie de volver a afirmar lo que nosotros somos, para enrumbarnos hacia el futuro. Hay un tipo que ha escrito, que ha hablado, de las novelas ortodoxas, donde uno cree que se está mitificando el andinismo en su estatismo, en su pasado, en su naturalidad: una actitud un poco en contra del modernismo. Y eso no es así. El pueblo peruano avanza al unísono de toda la modernidad, de la ciencia, de la tecnología, de la ideología. En la punta del cerro, tú ves a un pastor con su celular, con su radio, con la última tecnología.

NVP: En cuanto ya a su novela, Max Cox un estudioso ha calificado a Candela quema luceros como un best seller por el alcance de sus ventas.

FHC: Lo que ocurre es que en la época en que salió Candela quema luceros nadie se atrevía a escribir sobre las masacres que se daba. Para esa época ya se había dado tres o cuatro masacres: Acomarca, Cayara, y otros. Todos los escritores, como siempre, se metieron debajo de la cama. Además, en esa época, ya había salido la ley de apología al terrorismo y se morían de miedo. El problema es que uno siempre ha tenido la actitud de estar al lado de la causa del pueblo. Yo inclusive por antecedentes, porque mi abuela también fue víctima de una masacre en la época del 31. Eso hizo que yo escribiera por una especie de remembranza actualizada de lo que sucedió con mi familia y lo que sucedía en ese momento. Es por eso que yo escribí tomando como pretexto el aspecto ideológico, porque de hecho eso fue. La guerra no solo es choque de armas entre la gente nueva que quiere un cambio y las autoridades o el estado que quiere siempre perennizarse, sino hay que ver ahí también el aspecto ideológico. Y el aspecto ideológico es muy fuerte en el pueblo andino. Si tú no sabes trabajar con el aspecto ideológico nunca habrá nada de cambio. El pueblo andino sigue creyendo en sus mitos, en sus tradiciones, en sus costumbres. Eso no significa rémora, sino significa reafirmación de lo que son para, en base a eso, cambiar como se está haciendo.

NVP: ¿Esa es la única referencia real con respecto a su abuela o existe otra referencia en Candela quema luceros?

FHC: Esa referencia, porque  lo que yo cuento ahí es un poco lo que sucedió, o sea, cómo llegó la soldadesca, rodeó al pueblo y metió bala a todo el mundo. Murieron niños, madres, padres. Allá mismo murieron, creo, cerca a dieciséis y trajeron cerca a treinta o cincuenta heridos aquí a Lima, que no volvieron, que murieron en los hospitales abandonados en esa época. Eso es lo que ocurre y ha ocurrido ahora en la selva. Veinticuatro policías muertos y diez civiles, dicen. Pero hay que contar cada diez por veinte. Es la verdad. Es lo que sucede siempre. Aquí los que tienen en sus manos el poder hacen lo que quieren con el pueblo. El pueblo muere. Lo destrozan. Lo desaparecen. Eso siempre ha sucedido. Entonces, los intelectuales, los escritores tenemos que tomar la posta, pero siempre sin dejar de hacer literatura, o sea, tener una posición, pero sin dejar de hacer literatura, porque sino para qué sería la literatura. Denunciar por denunciar lo hace cualquiera. El problema es que ese testimonio de las cosas que susciten agarre pues tu sangre, te duela, porque si a ti no te dice nada, tampoco no vale, no vale para nada.

NVP: Dentro del discurso de la guerra, ha escrito tres libros. Incluso he encontrado entre Candela quema luceros y Noche de relámpagos una semejanza donde los comuneros se refugian en las zonas inaccesibles para los militares. Me contaba que eso tenía algo de real.

FHC: En la época del 80, yo era colaborador de La República. Hice una crónica de una masacre que hubo entre Huancavelica y Ayacucho. Había pueblos desolados donde, a veces, las mujeres y ancianos nomás estaban en los pueblos. La gran mayoría de trabajadores andaba por la punas porque todos eran perseguidos y calumniados como colaboradores de Sendero Luminoso y el terrorismo. Esto ocurrió siempre. Lo curioso es que ellos venían y trabajaban en las noches. Aprendieron a trabajar en las noches. En el día no podían. En el día estaban los helicópteros. Estaban las incursiones. Estaba el ejército. Estaba la policía. Estaban los soplones. Eso ha ocurrido. Hasta ahora: seguramente también ocurrió en la selva.

NVP: ¿Y su novela Qantu? ¿Podemos hablar de una tercera etapa dentro de ese tema?

FHC: Claro, la primera fue Candela quema luceros, luego escribí Noche de relámpagos, después En las espigas de junio. En esta, es un poco utilizar el pretexto de las historias de adolescente para hablar de un amigo que es Claudio, que aparece como estudiante de colegio, pero, en sí, es un homenaje a Claudio González que fue mi alumno en La Cantuta, quien murió, que lo mataron en el Frontón. Ahí no es una expresión declarada de lo que estaba sucediendo, pero sí planteo algunos problemas que se da a nivel nacional, por ejemplo, el tráfico de niños, la lucha de los mineros, la huelga del Sutep, el apresamiento de los dirigentes, el trabajo de propaganda de los chicos, cómo a él lo persiguen porque él es un migrante de las zonas de conflicto. Llega a Canta y, a pesar de que es un  niño todavía, él también está en la mira del Servicio de Inteligencia. Al final tiene que irse de Canta porque llegan a buscarlo, porque saben que él es testigo clave de todo lo que ha sucedido, porque todos los testigos eran muertos y desaparecidos. Entonces desaparece. Luego está Qantu. Qantu, sí, ya es una cosa de testimonio. Un poco testinovela. Testimonial de lo que sucedió en La Cantuta. Claro, tampoco lo hago directamente, porque a mí no me interesa dar testimonio, ni hacer crónica. A mí me interesa hacer novela. Ahí trabajo con cuatro historias de un mismo personaje: el personaje periodista, el personaje profesor, el personaje prófugo, el estudiante. Es uno solo que se desarrolla en todas sus formas. Cómo va encontrando vicisitudes y aunque también alegrías. Al final, el resultado es triste porque desaparecen a los estudiantes de La Cantuta.

NVP: En esa novela se presentan elementos autobiográficos.

FHC: Casi en todas. Por ejemplo, en Candela quema luceros, cuando yo hablo de Sarapalacha. Sarapalacha es un mito canteño. También lo he encontrado en Apurímac, que es el mito al maíz, que también está unido al agua. Eso es una cosa que yo siempre he encontrado en Canta. Y hay un montón de cosas del que yo hablo. Inclusive los trabajos del agro, el del campo: yo he estado con mi padre directamente. En todas hay mucha autobiografía. No es que sea autobiografía, sino referencias vivenciales que no se escapa a ningún escritor. Porque aquel que haga pura elucubración simbólica, no sé, habrá que ser un Kafka, ni Kafka. Borges de repente, pero Borges por su palabra, su fuerza. Además el mundo era él. Si tú has vivido toda la vida en una torre de marfil, ¿cuál es tu vivencia? La torre de marfil. Si tú has vivido en el Perú, ¿cuál es tu vivencia? El Perú. Salvo que seas como estos tipos que andan buscando… sus temas eróticos, sus temas sexuales, intrascendentes.

NVP: Hablando de Sarapalacha. Me llama la atención la situación de desencuentro de dos mundos distintos. Porque la idea de Sarapalacha termina en una masacre.

FHC: Lo que pasa es que ahí planteo un problema bien importante que vertebra casi la tradición: que es la migración. El tipo que vuelve, Gelacho, es un migrante que ya ha estado en Lima. Él, que ha estado en Lima, en alguna medida, destruye su antecedente, su mitología; pero no lo destruye totalmente. Él sabe qué era el respeto por el mito, pero, a la vez, también irrespeto. En un sitio sagrado donde todo el mundo venera, él rompe. Esa es la causa para que los campesinos vayan contra él y lo apresen. Es el motivo para que ocurra lo que ha ocurrido. Cuando tú hieres sus creencias, es herir el alma mismo del pueblo. Entonces reaccionan. Pero ¿quién es el que hiere? Es un hijo de ahí mismo, del mismo ambiente. Pero él ha sido ya fruto de la migración. Él ha estado ya en Lima. Eso hace que ocurra así. Para ellos, la que ha sufrido es una niña, en su niña, es su vida, es su diosa; pero para las autoridades es una burla porque es una piedra. Ahí viene el caso. Hay un choque de culturas.

NVP: Esa idea de choque de culturas también se ve en el caso de Uchuraccay. En la entrada del libro, a modo de introducción hay un poema que habla de Arguedas y se hace referencia al caso de Uchuraccay.

FHC: Cuando yo escribí ese poema, fue una poesía con mucha fuerza por la masacre que hubo ahí. Al poco tiempo nomás, detuvieron a Sibila, la esposa de Arguedas. Yo le dedico el poema a ella. ¿Qué sucedió ahí? La famosa comisión de Belaúnde, presidida por Vargas Llosa, que hago alusión ahí, le hecha la culpa a los campesinos, a los indios. Al final, la conclusión fue que los culpables de esa masacre fueron ellos, como ahora: los culpables de lo que ocurrió en la selva son los nativos. Igual ocurrió ahí. Pero ¿es cierto eso? Eso no es cierto. Ahí intervino la Marina y destrozó todo. Fueron los periodistas antes, ahora los policías. Están metidos ahí. El problema fundamental es que abusan del pueblo: matar, desaparecer.

NVP: Para concluir, ¿qué recomendación les daría a los jóvenes que están incurriendo en la narrativa, sobre todo en la novela, con el tema de la guerra?

FHC: El problema de la guerra es una época histórica que se dio en la época del 80. Ahora se está viviendo una época de construcción y reconstrucción de nosotros mismos. La lucha ahora tiene otros niveles, sobre todo con la globalización. Con la interferencia que hacen los países capitalistas en crisis con nosotros. Ellos están desesperados por sobrevivir frente a su macroeconomía. Nosotros tratamos de salir por ese mismo camino sabiendo que ese no es el caso. Ahora la historia es diferente y los retos diferentes. La novela tiene que ser otra cosa. Sin embargo, los nuevos están tomando el tema de esa época como mercancía. Hacen la novela basado en la guerra, pero para el mercado, donde los personajes son fantoches, son payasos, estereotipos En Abril rojo, todos son una tira de anormales y, claro, eso llama la atención porque ellos siempre nos vieron así. Como no saben quiénes somos nosotros, entonces creen que somos así: disfrazados, payasos. A los jóvenes que están trabajando ahora, creo que tienen que estudiar mucho y ver nuestra realidad. Sacar de ahí la nueva novela. La nueva novela es todo un desafío que yo lo comparo un poco con lo que hizo González Prada. Gracias a la enseñanza, a la universidad de González Prada, se construyó una nueva visión del Perú, gracias a mucha gente muy esclarecida. Ahora necesitamos eso: que la gente construya, pero construya para el futuro basado en nuestro pasado, pero pensando en el futuro, pero con un criterio. No solamente pensando en la mercancía, pensando en vender. Cuando publiqué Candela quema luceros, la gente leyó no porque yo quería escribir para eso, sino que todos los chicos, que estaban metidos en las cuestiones del movimiento social, de San Marcos, de La Cantuta, de Huancayo, de Ayacucho, todos leían. Y la editorial que lo publicó inclusive fue Labrusa, que era de Bruño, pero no puso su sello de Labrusa. Puso Retama. Había miedo. Salió una edición de mil ejemplares, pero después reprodujo como diez veces. Se vendía en todos lados. Yo lo encontré en todo sitio. Luego las cosas se volvieron feas. Se nos complicó un poco con el Servicio de Inteligencia. Tuvimos que tomar medidas un poco de clandestinidad. Cosas así. Yo no tenía miedo. Había escrito lo que tenía que escribir.


23 de junio del 2009


ENTREVISTA A RAFAEL INOCENTE: LA CIUDAD DE LOS CULPABLES


La guerra interna ha dejado profundas huellas en toda una generación, ¿cuál es tu reflexión en torno a ella?
Desde hace quinientos años estamos en guerra. Como dice Piero Bustos, somos hijos de la guerra, somos hijos de la piedra inmortal. Pienso que la violencia en el Perú no comienza aquel día en que un grupo selecto del PCP-SL inicia la lucha armada en las alturas de Chuschi, Ayacucho, sino desde el día siguiente en que los curas españoles envenenan con arsénico el vino que dieron de beber a las huestes de Atahualpa y la soldadesca ibérica captura al Inca mañosamente, sin épica, valor ni hidalguía.  La violencia estructural que se originó por la desestabilización producida por la invasión ibérica generó una raza de seres resentidos, promiscuos y ladinos, seres que alguien denominó duramente como hombres de vidas destruidas, hombres que el indio Huamán Poma de Ayala y el criollo Riva Agüero despreciaban profundamente, uno por haber ensuciado la sangre india y otro llamándoles mesticillos. No me trago ese cuento criollo y huevón del mestizaje ideal.  Eso ocurrió sólo en la mente de tres o cuatro criollos privilegiados o curas pendejos con conciencia de culpa que deseaban borrar con la fábula infame del mestizo ilustrado, el gran trauma que generó la violación sexual, cuyas consecuencias son visibles hasta nuestros días. En la colonia, millares de cholos o como quieras denominar al producto del cruce por violación de español e india vagaban por las ciudades, azolándolas, envilecidos por el alcohol y el resentimiento. En el caso de las mujeres, se dedicaban al oficio más antiguo del mundo, se hacían casquivanas para despertar la lujuria del español o el criollo. Te hablo de las grandes masas mestizas que se generaron en la colonia. Pero no todos arrugaron. Al día siguiente de la captura del Inca, se empezó a gestar un movimiento subversivo que mantuvo en jaque a los conquistadores durante décadas y que ha atravesado toda nuestra historia desde la colonia hasta nuestros días. Acuérdate de Manco Inca (no mancó), Kawide, Illatopa, Kiskis, Kizu Yupanqui, Juan Santos Atahualpa, los Túpac Amaru, Túpac Catari, las revueltas de negros cimarrones, Rumi Maqui y más recientemente el mariscal Andrés de Santa Cruz Calahumana, el gestor de la Confederación Perú-Boliviana, por quien Bolívar tenía gran respeto y de quien Basadre dijo que sus ojos almendrados nunca miraban de frente y que en muy determinadas ocasiones la sonrisa plegaba su boca lampiña contraponiéndolo a la blancura y “sinceridad” de Salaverry (Historia de la República del Perú) y a quien Felipe Pardo y Aliaga ridiculizó en el valsecito criollo, “que viene el cholo jetón… limeñas, la boca se apreste a cantares, a ricos manjares, de cancha y coca. Que ves salir la momia de su abuela de una huaca, que llamando al hijo, oh tú, porquí, hombre, el Bolivia dejas? Porquí boscas la Pirú? ¿Piensas bañar la Chorrillos porque ya entraste la Cosco?” ¿No te recuerda acaso al cholo-blanco-porquería-arequipeño Bedoya Ugarteche o al resentido social Aldo Mariátegui? Santa Cruz jamás arredró por este desprecio racial, muy por el contrario, tomó conciencia y organizó una sociedad secreta constituida a orillas del Titicaca probablemente bajo el influjo de la cosmovisión andina, como lo explica Carlos Milla, con el fin de promover la reunificación de los ex territorios tahuantinsuyanos, al igual que hizo Rumi Maqui setenta años después. Aquel “año vulgar” de 1829, Santa Cruz ordenó a los militares bajo su mando establecer contacto con los araucanos (mapuches) a quienes debían tratar como aliados, proporcionándoles armamento, vestuario y medios. Previamente Santa Cruz había confeccionado planes para invadir Chile por la ruta de Almagro y Paullo Inca (porque Chile ya nos invadió económicamente), es decir por la meseta del Collao hasta bajar a Copiapó.  Además, Santa Cruz, apodado por la prensa chilena como Monsieur Alphonse Chunga Cápac Yupanqui, pretendió que el ejército confederado incluyera para la Confederación territorios collas de Tucumán, Catamarca y Humahuaca (Argentina).  Huelga decir que Santa Cruz (héroe de Pichincha) había logrado ya la anuencia del Ecuador para integrar la Confederación y ahí se refugió en sus años de desgracia, pues en el Perú blanquecino fue declarado “enemigo capital de la nación” y en la Bolivia criolla, indigno del nombre boliviano. ¿No te suena todo esto más actual que nunca?  ¿Quién lo está contando en novelas o relatos? Ahora es más fácil decir, no podemos vivir en el pasado, pero quien no sabe de dónde viene, no sabe a dónde va. Entonces, ¿es descabellado reclamar un Apocalipsis, un Pachacútec que cuestione toda esta historia mentirosa y que ha condenado a nuestro pueblo a la marginación?  Esa es la realidad de este corral de chanchos, un enfrentamiento etnoclasista despiadado pero a la vez hipócrita, morigerado por los discursos de curas, sociólogos, izquierdistas y metafísicos. Incluso ese gran movimiento de retorno y resistencia pasiva que significó el Taki Onkoy fue subversivo y ahogado en sangre por los extirpadores de idolatrías reencarnados ahora en el cómplice de genocidas, el ensotanado Luis Cipriani Thorne. El PCP-SL no capitalizó, por el contrario, pisoteó esa resistencia étnica a la invasión europea que lleva ya más de cinco siglos. Pienso que de alguna forma la gigantesca empresa que significó la invasión y saqueo del continente sudamericano es equiparable a aquellas otras gestas que emprendieron los europeos travestidos en cruzados para acabar con los infieles palestinos, justificando el etnocidio bajo el manto de la difusión de la fe cristiana y el (des) conocimiento occidental que hoy nos agobian, es decir primero fue contra Alá, luego contra Pachacámac.  Ahora esas cruzadas se han reencarnado en las guerras santas emprendidas por el Sacro Imperio Norteamericano en contra del pueblo árabe, depositario y creador de uno de los grandes focos culturales de la humanidad, al igual que nosotros.  Retomando entonces, creo que esa ruptura del equilibrio biológico-emocional de todo un pueblo, esa violencia étnica y sexual, que devino luego en clasista y estructural, generó masas neuróticas culturamente, frustradas históricamente, psíquicamente amargadas y acomplejadas y creo que ese tema no ha sido aún tratado como merecería la magnitud del drama, pues de la purificación de esas masas es que saldrá el Perú unificado y grande que deseamos.  La guerra interna de los últimos veinte años es apenas un cachito de la oscura ciénaga en la que la memoria colectiva del país se halla sumida. 
Perdóname por extenderme tanto en este punto, es que lo considero fundamental para comprendernos. 

¿Cómo ha influido todo ello en la novela peruana?
Divido la literatura que ha tratado este tema, el de la guerra, en dos grandes rubros: por un lado, quienes con su producción han intentado describir, narrar, justificar e incluso elogiar el orden oficial impuesto por los criollos descendientes de encomenderos y por otro lado, quienes optaron por una posición de denuncia, ruptura y propuesta. Me vienen a la mente los cronistas apologéticos, aquellos que eran pagados por los conquistadores para mentir acerca de los crímenes que cometían (igual que hoy, hoy tal vez no les pagan en duro a los escritores, pero vaya que reciben beneficios aquellos plumíferos que elogian al sistema). Recuerdo primero al tal Francisco López de Gomara, quien quiso hacer de Pizarro un Aníbal, un Alejandro Magno; luego un tal Antonio Herrera, émulo de Gómara y así por el estilo. Previo pago en oro por parte de Pizarro o algún asesino que quisiese limpiar su nombre. Por otro lado, está Pedro Cieza de León, cuyo rigor y objetividad se ciñeron fundamentalmente a los aspectos geográficos, etnográficos, botánicos y zoológicos, quien a pesar de ser considerado cronista oficial, presentó una posición contraria al abuso cometido por sus paisanos. También tenemos al chachapoyano jesuita Blas Valera, quechua-hablante y abierto simpatizante de la causa indígena, simpatía que le valió ser acusado de hereje y encarcelado por la Compañía que incluso cerró el acceso de mestizos a la Orden por esta causa. Valera es autor de la Historia Occidentalis que se dice habría caído en manos del Inca Garcilaso de la Vega, sirviéndole de base para confeccionar sus Comentarios Reales. Pienso también en el mismo Garcilaso, quien luego de su paso por la península y de combatir contra los moros, después de afanar a la hija de Góngora y Argote e intentar revalidar sus títulos nobiliarios, heredados del padre español, cae en la cuenta que no sabía lo que era y toma conciencia de lo que puede ser y escribe Los Comentarios Reales de los Incas, obra no sólo literaria, además histórica y ante todo política, publicada además “a cuenta de autor”. Pienso en el mismo de Las Casas, quien afirmó resueltamente que, lejos de recibir tierras y títulos, Pizarro y Cortés deberían ser juzgados como criminales.
Hace varios años tuve acceso, gracias a un querido y controvertido amigo, el antropólogo Sebastiano Sperandeo, a una publicación de la académica italiana Laura Laurencich Minelli, quien basada en documentos jesuitas secretos (es decir, documentos que no estaban sujetos al nihil obstat de la orden jesuita, ni al imprimatur de la corona española) de la Orden, removió el mundo académico con sus revelaciones. Desgraciadamente en el Perú, estos documentos no han circulado más que en los ambientes universitarios. En este estudio se plantea la hipótesis de que parte de los dibujos de Nueva Crónica y Buen Gobierno, de Guamán Poma de Ayala, habrían sido realizados por el rebelde Valera, con el objetivo de denunciar la verdad sobre la invasión española y la complejidad y alto nivel alcanzados por la cultura prehispánica, grandeza ocultada sistemáticamente por el poder español y sus descendientes criollos. En este estudio, entre otras cosas, se afirma que Pizarro habría utilizado sucias tretas para capturar a Atahualpa en Cajamarca. Esta celada se planeó con mucha anticipación desde Panamá y consistía en envenenar a los soldados incas con cuatro barriles de una mezcla de arsénico y vino moscatel, preparada oportunamente por los curas, siempre traidores, Valverde, Yépez y Pedraza, dejando en el aire el supuesto heroísmo y arrojo de los peninsulares en la captura del Inca en Cajamarca. Ergo, jamás se dio batalla alguna, adiós a la epopeya y a la épica que ya quisieran los gilazos Riva Agüero, Porras Barrenechea y Del Busto Duthurburu, Atahualpa y su corte fueron timados y capturados en medio de terribles diarreas y convulsiones provocadas por el veneno de los católicos. Poco después de la trampa, el cura Yépez, arrepentido de su perfidia, quiso denunciar todo esto, pero ya era tarde: Pizarro lo asesinó a puñaladas. Cuando Valera retorna al Perú, dispuesto a hacer saltar todo por los aires, contacta con otro jesuita, Anello de Oliva, quien habría ocultado el nombre de Valera, achacando la obra al cronista indio Guamán Poma. Pero eso no es todo, Laurencich prefigura en su estudio la existencia de una escritura de tipo fonético-silábico en el incario, algo negado conveniente y sistemáticamente por la historiografía criolla, dizque por falta de evidencias. Ahora Laurencich es acusada de delincuente, mentirosa y apócrifa por los integrantes de las sectas criollas de las que depende el estudio de la historia de la “conquista”, pero las pericias científicas practicadas a los documentos corroboran lo que dice la estudiosa italiana. Y eso no miente.
En Poderes Secretos, la formidable novela corta de Gutiérrez se plantea este tema, derivando hacia la existencia de sectas casi esotéricas, una con sede en el Instituto Riva Agûero y la otra, difusa y fantasmática, pero peleando siempre por alzar su voz.
Entonces pienso que de ninguna manera el tema de la guerra se reduce a la iniciada por el PCP-SL en Chuschi, Ayacucho, hace más de veinte años, sino que el conflicto principal es mucho más antiguo, basto y enmarañado y nos remite hasta la época de la invasión.
Es un tema complejísimo. Creo que tanto románticos, modernistas como realistas han estado influidos de alguna forma, a favor o en contra, por este proceso violento que significó la irrupción de la invasión española en territorio de Abya Yala. Desde Narciso Aréstegui, pasando por Tristán, Matto y Cabello, creo que la novela peruana tiene una marcada vocación realista, de allí la íntima relación entre dos amantes que a la vez se desprecian: la historia y la novela en el Perú son amantes despechados, pero que tropiezan siempre con la misma piedra.
Solo podría decirte que las relaciones entre historia y novela en un país tan jodidamente enredado, producto de una violación no sólo histórica y social como el Perú, son ancestrales, tanto como los relatos del Taki Onkoy o los poemas homéricos. Entre la historia que se escribe desde Europa (y sus rabonas paisanas) y la novela que tiene como esencia el hecho de fagocitar otros géneros, pues me quedo con la novela. Y la historia que nos han contado es una historia malhadada y mentirosa, profunda y convenientemente mentirosa. Allí es cuando entra el artista: cuando la historia prostituye y adultera. Tanto el poeta como el historiador cuentan. Su territorio común es la narratividad, pero aquí lo que importa es la mirada, para darle sentido e intensidad a lo que se cuenta. No olvidemos nunca que lo nuestro es un tercer género, a caballo entre la verdad y la mentira, la ficción, unido umbilicalmente al libre pensamiento.
Así las cosas podría mencionarte algunas novelas que a mi parecer y sentir son las que mejor cuentan la gesta del peruano como individuo dentro de una colectividad sojuzgada: Los perros hambrientos, El Mundo es Ancho y Ajeno, Los Ríos Profundos, El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo, Todas las Sangres, Redoble por Rancas, La Violencia del Tiempo, Conversación en La Catedral, Crónica de Músicos y Diablos, Rosa Cuchillo, Los Hijos del Orden, En Octubre no hay milagros, No una si no muchas muertes, por citarte sólo algunas que considero fundamentales para comprender el devenir de esta colectividad llamada Perú. Deseo mencionar también a un autor que leí de niño y a quien considero infamado injustamente, Enrique López Albújar, quien con Cuentos Andinos, publicado en 1920 pone en vereda literaria al indio real, al indio de carne y hueso y no precisamente desde la visión de un sillón de juez como pretende Bryce. Cuentos como Ushanam jampi y El Campeón de la muerte revelan estructuras autónomas del poder colonial y republicano —comunismo agrarista indígena— que se impusieron e imponen en comunidades y ahora también barrios periféricos de Lima, en donde el Estado está solo presente en épocas electorales y para robar al ciudadano; y en donde la justicia debe ser cobrada por sus propias manos. No olvidemos que una de las razones que empujan al gran cholo Arguedas a escribir es la contrariedad que experimenta dentro de sí al leer a Albújar.

¿Qué autores crees que han trabajado mejor sobre la guerra interna?
Me referiré al tema de la guerra de ahora en adelante como a la que desató el PCP-SL en Chuschi-Ayacucho en 1980.
Pero creo que sería pertinente aclarar de entrada que, cuando decimos narrativa de la guerra, como bien acota Miguel Gutiérrez, no nos referimos solamente a las acciones y escenarios de guerra, es decir, aquella narrativa épica que cuente la vida de, digamos, un destacamento guerrillero o un líder íntegro que conduce a su pueblo a la victoria después de innumerables batallas. Ese sería un sentido angosto para expresión tan compleja. Preferiría entender narrativa de la guerra en un sentido más lato y de mayores connotaciones, es decir, los diferentes dramas, conductas y formas de vida de los individuos y colectividades de diferentes regiones y clases sociales influenciados directa o indirectamente por la guerra de los ochenta.
Quiero mencionar a Julián Pérez Huarancca y su Retablo: magistral novela con diferentes niveles de representación, tal como un retablo ayacuchano. Más allá de la innegable calidad literaria de Retablo, lo que quiero destacar en esta novela es la capacidad que ha tenido Julián para contar que los orígenes de la violencia en el sur peruano, específicamente Ayacucho, y más específicamente, las comunidades ayacuchanas que se vieron inmersas en la vorágine de la violencia más salvaje, no se encuentran solamente en el azuzamiento que sufrieron por parte del PCP-SL y de las fuerzas represivas, sino que esta violencia tiene su génesis en causas mucho más enmarañadas que nos remiten a broncas ancestrales entre comunidades, como él mismo las llama, entre indios chutos y cholos notables, odios que se arrastran desde la colonia o quizá antes, y cómo no, problemas de tierras y ganado. Resulta innegable la maestría con que Julián narra la guerra y la ausencia de maniqueísmo en los personajes, pese a estar Julián involucrado sentimentalmente, pues el protagonista, Grimaldo Medina Huarcaya, alter ego de Hildebrando Pérez Huarancca, es hermano del autor.
Considero que Dante Castro logra niveles estéticos muy altos en su narrativa, sobre todo con el cuentario Parte de Combate. Más allá de mis discrepancias con Castro, creo que es él uno de los pocos que cuenta la guerra desde la misma guerra. Tal vez por ello sus cuentos son totalmente verosímiles y bien logrados.
Los cuentos de Siete rosas de hierro así como Carretera al Purgatorio de Zeín Zorrilla y Rosa Cuchillo de Colchado Lucio reflejan dos formas distintas de entender la migración y la guerra civil, uno por el lado del que se adapta al medio adverso y sigue adelante y otro desde una posición neo indigenista, ambos con maestría y honestidad artística. Los cuentos para niños de Oscar —los lee mi hija— son magistrales (¡ya basta de idioteces de Disney y pasteurizadas Pocahontas!) y, aunque para mi gusto, idealiza demasiado el pasado incaico, la novela Rosa Cuchillo te conmueve hasta el llanto.
Desgraciadamente, he leído solo una novela corta de Félix Huamán Cabrera, Candela Quemaluceros, cuya trama y narratividad me engancharon y me recordaron al canteño teatrista y luchador social encarcelado hoy en las mazmorras del fujimonte-cinismo neoliberal, Víctor Zavala Cataño, específicamente a algunos hermosos cuentos incluidos en El Color de la Ceniza.
He estado leyendo algunos relatos de José de Piérola, y aunque por momentos se torna increíble, creo que varios relatos de Un beso de Invierno, resultan muy buenos en su concepción y hechura.
En el Rumor de la tormenta de Carlos Rengifo, hay varios cuentos de factura excelente que representan una Lima corrupta, hedionda y corroída de arriba abajo, relatos magistrales como “Tierra de nadie”, “Cenizas del Pasado” y “El festín del Cordero”, reflejan ese corral de cerdos urbanitas que nos dejó el fujimonte-cinismo. Carlitos maneja diestramente el castellano peruano y te engancha en su prosa desde el saque. De la misma manera, una novela muy bien escrita y estructurada, de la que se ha hablado poco o casi nada, Un duro despertar, de Aldo Pancorbo, novela negra y pícara, pero a la vez preñada de melancolía, refleja esa Lima urbana pituca, pseudopituca y misia, revuelta a veces, pero racista y excluyente siempre.
Quiero mencionar también los excelentes cuentos de Sócrates Zuzunaga Huayta, los de Ricardo Vírhuez Villafañe, varios relatos de Feliciano Mejía, los estremecedores cuentos incluidos en Desde la Persistencia, de la Agrupación Cultural Ave Fénix, presos políticos purgando dura condena (“El regreso de Lucila Ccorac”, “Los Árboles”, “Reflejos inocentes”, “Pericotes de dos patas”, “Un tecnócrata en la noche”, “El último sueño”, “Un itinerario”); lastimosamente todavía no he podido leer Camino de Ayrabamba ni Golpes de Viento de Víctor Hernández.
No he podido leer todavía a Fernando Cueto. Tengo muy buenas referencias de su obra, gracias a mi buen amigo y crítico literario Javier Gárvich. Ah, olvidaba una novela estremecedora, que más allá de su valor testimonial, mezcla arte y crudeza, para contar lo que fueron los días en el infierno que vivieron los luchadores sociales en las cárceles del ladrón y asesino Kenya Fujimori. Me refiero a Las Cárceles del Emperador, del poeta Jorge Espinoza Sánchez. Sé que va por la 5ª o 6ª edición, calladito no más, sin haber merecido críticas ni elogios por parte de los estamentos oficiales que hacen y deshacen escritores en este país de cartón-piedra. He leído también excelentes cuentos referidos al tema de Walter Lingán, Roberto Reyes Tarazona, Feliciano Padilla Chalco, y un cuento increíble de Reynoso, “El Mural”.
Una novela que leí hace unos años gracias a Ricardo Vírhuez y me gustó mucho es la del loretano Cayo Vásquez, me refiero a Hostal Amor, retrato fiel de lo que significa la vida en la selva en épocas neoliberales. Otra es una novela excelente y aunque trata de una de las tantas guerras de fronteras que perdimos a sola firma (gracias a la cobardía, ineptitud y felonía de los cabritillas corruptos de la Academia Diplomática, el Perú ha perdido millones de kilómetros cuadrados a sola firma mientras los generalotes de plomo transaban por lo bajo y el pueblo uniformado ignorante defendía las fronteras con su sangre). Hablo de La Guerra del Sargento Ballesteros, de Jaime Vásquez Izquierdo, una excelente novela concebida a la manera de Os Sertaos con múltiples historias, distintos niveles narrativos y decenas de personajes inolvidables, lástima que la edición de esta novela desmerezca la gran calidad narrativa del autor.
De quienes han contado la guerra sólo para ganar plata o quedar bien con su conciencia, he leído sólo a Cueto, Alonso. Y ya vertí mi opinión alguna vez sobre esta novela, La Hora Azul. No dudo que Alonso sea honesto en su propuesta, pero eso no quita que piense que es una novela fallida e inflada, sobrevalorada y sostenida por la gran promoción comercial de la que ha sido objeto. Sólo debo agregar que coincido plenamente con Zeín Zorrilla en que la novela criolla agoniza. Está vieja y desahuciada y da sus últimos estertores. Ha pensado que su tabla de salvación es la emigración a su Madre Pútrea y algunos compadritos voluntariosos y ambiciosos han brincado el charco y hoy intentan lucrar con el dolor ajeno, quejándose de que a ellos también les tocó su pedazo… de violencia porque se les apagaban las luces cortadoras de la discoteca mientras toneaban en San Isidro. Quizá en la Madre Pútrea puedan embaucar incautos. Aquí, nadie les cree, porque su discurso y su ficción son, ya ni siquiera de la Lima que se va, si no del Perú que se va. El progresivo proceso de andinización y achoramiento, con todos los riesgos que ello implica, es imparable. Habrá retrocesos, pero Lima, la ciudad enferma de centralismo, racismo y miseria, no es más la ciudad que lo decide todo en todo.
Creo que esperamos aún la gran novela de la guerra de narradores tan potentes como Miguel Gutiérrez, Gregorio Martínez, Urteaga Cabrera, Gonzáles Viaña y Oswaldo Reynoso, cuyos genios han alumbrado novelas magistrales. Sé que trabajan en ello y pronto leeremos obras contundentes. Creo firmemente que la magnitud del conflicto armado de los últimos veinte años no logra encontrar, todavía, en los novelistas peruanos, un lenguaje capaz de retratar fidedignamente el tremendo dolor que vivió nuestra patria y sus secuelas que sufrimos todos. En fin, faltarían hojas y que me dispensen si omito a alguien valioso.

La ciudad de lo culpables, tu novela, ¿qué referencias reales tiene en el contexto de la guerra interna?
Como te comentaba al principio yo crecí en Ingeniería-SMP, un barrio ubicado en el cono norte, a dos escasas cuadras de la Universidad Nacional de Ingeniería. Entonces desde muy niño fui testigo de las famosas huelgas universitarias, de la resistencia encarnizada de los estudiantes a las medidas económicas que implantó el felón Morales Bermúdez, la huelga del 75, etc. Yo tenía 4 ó 5 años y veía como los muchachos corrían escapando de los militares, rodeaban por el parque César Vallejo ubicado frente a mi casa, perseguidos por los delincuentes uniformados, quienes porra en mano o a tiros, los masacraban. Los jóvenes arrojaban sus documentos en el jardín de las casas, para no ser identificados e impedir así las represalias con la familia, otros se escondían bajo las granadas del jardín o en el terreno contiguo que estaba deshabitado, saltando una inmensa pared, que hasta ahora no logro comprender cómo lo hacían. Por la tarde o al día siguiente acudían a la casa y tocaban la puerta, para recoger sus documentos o alguna otra pertenencia que habían arrojado al jardín.  Varios de estos jóvenes estudiosos pero rebeldes me enseñaban, ya en la primaria, aritmética, álgebra, las ociosas e inútiles matemáticas modernas (un gasto estéril de tiempo y esfuerzo), luego en la secundaria, geometría, trigonometría, razonamiento matemático. Recuerdo particularmente a dos hermanos con una barba marxiana, los matucanenses Badaracco, genios matemáticos y alumnos, si mal no recuerdo, de ingeniería de minas: no los he vuelto a ver nunca más.  Desgraciadamente ahora la UNI  —al igual que la Agraria, San Marcos, Villareal o La Cantuta, por mencionar sólo las notables nacionales— se ha convertido en un politécnico. No se estudia ciencias ni matemáticas. El humanismo ya no sirve para nada. Es un estorbo en la vida del estudiante candidato a empleado del mes. Todos estos muchachos que antes de la década del ochenta estudiaban en universidades nacionales y hacían trabajo de masas en fábricas, barrios, comunidades campesinas y comedores populares, formarían luego, equivocados o no, la gran fuerza que insurgió mediante la violencia revolucionaria. Allí, bajo el influjo del magisterio de estos muchachos, empezaron a prefigurarse Orlando Zapata y Sebastián Estoico, personajes de mi novela.
Paralelamente, en el Parque César Vallejo, situado frente a mi casa, en cada fecha notable del calendario, una dama andahuaylina, vecina antigua de Ingeniería, organizaba actuaciones que culminaban en veladas literarias. Se trataba de la querida señora Meche, madre de mi querido amigo José Carlos Ocampo. La señora Meche recitaba magistralmente a Vallejo en cada actuación del colegio Santa Ana o en las que ella misma organizaba. Así se fue forjando una generación de muchachos que a la par correteaban por las calles vendiendo marcianos como apreciaban la poesía inmortal del vate huamachuquino. Durante mi época escolar, en la primaria tuve un solo profesor, el puneño Daniel Castillo Robles. El profesor Castillo además de enseñarnos a leer y escribir correctamente, además de esforzarse porque saliésemos de la primaria duchos en las cuatro operaciones matemáticas fundamentales, nos instruyó en el discurso antiimperialista. Siempre decía que primero habíamos sido colonia de España, que Chile no había ganado la guerra, solo había sido un esbirro de Inglaterra, quien cedió la posta a sus primos yankis. Durante la secundaria ya la cosa fue más por mi cuenta. Leía incansablemente, mientras disputaba partidos de fútbol en el estadio San Martín de Porres o bicicleteaba desde Ingeniería hasta La Punta, atravesando todo el Callao en una manchita compacta de cinco o seis mataperros que comenzaban a vivir en una ciudad enferma en la que aún no había combis. Pero me olvidaba de algo, mi padre, Víctor Raúl Inocente Alcántara, anarco-individualista y obrero textil en su juventud, al igual que mi tío el poeta Benjamín Inocente Alcántara, fundador de Estrella Obrera y compañero de Stucchi, Portocarrero y Mazzi y mi abuelo Miguel Inocente Osorio, integrante del Grupo Intelectual Primero de Mayo, muerto tempranamente luego de haber sufrido el martirologio de los primeros apristas en la famosa Lobera de la Isla El Frontón por guardar en el almacén de su casa cientos de rifles para una de las tantas insurrecciones que propiciaba ese gran traidor llamado Víctor Raúl Haya de La Torre. Dicen que una guerra no termina nunca. Solo terminaría el día que muriese el último descendiente de los agraviados o hasta que el rencor que anida en el pecho de estos se borre por algún pase mágico, pues, como dice la canción de La Polla Records, Somos los nietos de los obreros/que nunca pudisteis matar/Somos los nietos de los que perdimos/la guerra civil/No somos nada… Y si antes hablé de la deuda histórica que tenemos con España, pues también debo decir que admiro y profundamente a ese pueblo español que brindó la sangre de sus mejores hijos en la fratricida guerra civil, tres años y un millón de muertos, así como admiro también al pueblo chileno que llevó a Allende al poder vía las urnas, pensando ingenuamente que los yankis dejarían prosperar un gobierno democrático y socialista. Es que como nos enseñó mi padre y a este su padre, todos los pueblos del mundo son sagrados. Desde muy niños mi padre nos inculcó la lectura, pero no como obligación si no como un placer silencioso con el cual podíamos descubrir otros mundos, otras culturas e incluso vivir otras vidas ajenas a la nuestra. En la casa hasta ahora tenemos La Cabaña del Tío Tom, Robinson Crusoe, La vuelta al mundo en ochenta días, El maravilloso viaje del pequeño Nils, Sandokán, El tigre de la malasia, El rey mono, Joyas de la mitología, esas revistas de Editorial Novaro y un larguísimo etcétera. Recuerdo que mi padre, robándole horas al trabajo y al escaso descanso, nos sentaba ciertas tardes a leer. Él comenzaba con la lectura, luego al azar alguno de los cinco hermanos proseguía y así transcurrían las horas leyendo El lazarillo de Tormes, Moby Dick, Los viajes de Gulliver, Alicia en el país de las maravillas, El Médico a Palos, El Enfermo Imaginario, en fin. Aún niño leí, y recuerdo que se me salían las lágrimas, dos novelas que considero que determinaron en mucho mi vocación literaria: El Mundo es Ancho y Ajeno y Los Perros Hambrientos. De allí ya no paré con Alegría y si no he leído el Lázaro es porque no he podido conseguirla. Luego vinieron Arguedas, Scorza, Rulfo, Onetti, Borges, Hemingway, Faulkner, Musil, Kafka, Arlt, Walsh, etc. Posteriormente los grandes cuentistas y novelistas rusos. Leí a Calvino, Kundera y Beckett, pero fue Alegría con quien me inicié en el estremecedor mundo de la literatura. Por eso creo que una historia bien contada puede conmover, reflexionar y agitar conciencias y provocar reacciones impensadas, incluso a nivel social.
Volviendo a mi novela, ¿por qué me decidí a escribir La Ciudad de los Culpables? Pienso que uno no decide nada. Como cuando te enamoras. Son personajes, escenas, diálogos, vivencias, sueños, demonios o ángeles que están ahí dando vueltas y de pronto sientes que un impulso sobrehumano te lanza al ruedo y coges tinta y papel y a darle a la página en blanco como un volcán en erupción, como un pene enhiesto con los porongos llenos, atizado, al menos en mi caso, por la indignación más absoluta e insoportable, un pelín de rabia y un poquitín de cariño, para intentar lograr contar una buena historia y por qué no, una gran historia que cambie la vida "mas que sea" a una sola persona. ¿Ficción o realidad? Para el caso pienso que da lo mismo. Me interesa muchísimo ficcionar, pero más me interesa contar una buena historia, real o inventada, que logre hacer conmover, reflexionar y agitar.
Ahora, si tu inquietud es saber si Orlando Zapata, Sebastián Estoico, Lucía, Julia, Sofía, Matías Schrader —el tío de la “secta” israelita—, el padrastro Tudela, el Erótico Fuentes y varios otros personajes tienen asidero en la vida real, pues debo decirte que de haberlos los hay. Creo que existen dos grandes tipos de escritores: los que viven y deben vivir intensamente para luego tomar de allí referentes reales para sus ficciones y aquellos que pueden vivir encerrados toda su vida en su casa, su torre de marfil, sin grandes amores, sin grandes ideales, sin grandes pasiones ni odios y sólo a partir de lecturas (es decir, otros libros) y a punta de imaginación recrear mundos nuevos. Pienso que me inscribo en el primer grupo, lo cual no obsta sin embargo a la lectura, la soledad, el silencio, la introspección. De alguna manera un libro proviene de otro y eso no es nada nuevo. ¿Que si hay algo de mí en Zapata, Estoico y por qué no Julia, Lucía o Sofía? Probablemente. La Agraria no se caracterizó precisamente por ser una universidad democrática y en la década de los ochenta cuando yo ingresé era común ver presumidos que el lunes iban a estudiar en un Volvo, el martes en un Mercedes, el miércoles en una Off Road rugiente, el jueves en una Kawasaki y el viernes se disfrazaban de deportistas y llegaban en una montañera de aluminio y titanio de 3 mil cocos. En plena guerra interna. Eran pitucos-deporte que confluían en el Gustavos, un antrito de expendio de comidas y gaseosa, pues estos despreciaban olímpicamente el comedor universitario. Mientras esto ocurría en el sector oeste del campus universitario, en el sector este, otro grupo marchaba pancartas en mano y arengas en boca, exigiendo por mejoras en la infraestructura, en el menú universitario, exigiendo que se eche a algún profesor corrupto o por mayor representatividad en el tercio. Era el año 88. Vargas Llosa y el movimiento Libertad tenían cientos de acólitos en la Agraria. El Comando Rodrigo Franco había sembrado decenas de soplones en la universidad y con dos amigos de aquella época, Nacho García-Godos (un brillante científico peruano, uno de los pocos especialistas en aves y mamíferos marinos en el Perú, despedido injustamente de un centro de investigación nacional) y Daniel Vecco (ahora ingeniero agrónomo con un doctorado en Cuba y campesino en la selva), discutíamos sobre el carácter de la sociedad peruana y sobre la alternativa de cambio. Los pitucos agrupados en el MO al cuadrado (MOMO, movimiento molinero) en mancha marchaban con sus hembritas light gritando hasta quedar afónicos, libertad, libertad, libertad, haciéndole coro a Varguitas y andaban con paralizer en el cinto, temerosos de lo que ellos llamaban los terrucos, denominación en la cual englobaban a los anarquistas, socialistas, izquierdistas, etc. (…) Paralelamente yo me había aficionado desde mi temprana adolescencia al rock subterráneo, particularmente el rock radical vasco (La Polla, Kortatu, Monstruación, MCD, IV Reich, lo primero de Siniestro Total, Eskorbuto, Ilegales), el buen rocanrol ibérico (Gabinete Caligari, El Pecho de Andy, El último de la Fila, Radio Futura, Los Secretos, Golpes Bajos), el formidable rock uruguayo (Los Traidores, Los Tontos, Los Estómagos, La Tabaré River Rock, Zero, etc.), el rock chileno, especialmente unos Prisioneros adolescentes, rebeldes y nada aterciopelados (pienso en “Independencia Cultural”, “Las Industrias”, “Latinoamérica es un pueblo al sur de EU”, “Paramar”, “Estar solo”, “Nunca quedas mal con nadie”) y Los Tres y algo del punk rock anglosajón y lo que se llamó la new wave ochentera.  Gracias al Chato Jorge, un pata de la Agraria, que también había cursado estudios en Industriales en la U de Lima y se había largado de allí asqueado de la gente, conocí a dos buenos amigos de toda la vida (aunque cada vez nos vemos menos, como dice Machado, tengo a mis amigos en mi soledad, cuando estoy con ellos, qué lejos están): Andrés Barba (también fugado de la Universidad de Lima) y Oswaldo La Torre (técnico electricista, melómano, culto y enigmático). Gracias a ellos pude escuchar grupos que jamás hubiesen pasado por la radio, monopolizada entonces por las taradizantes Panamericana y Once Sesenta. Doble Nueve, pituca por antonomasia, pasaba solo rock anglosajón que por aquellos días yo detestaba profunda y equivocadamente. Al poco tiempo (tenía tal vez dieciocho años) formamos con Andrés, Oswaldo y Nacho, una banda de rock subte, más o menos con las influencias que te describo, aunque las de Andrés y Oswaldo eran más amplias. La banda se llamó Semilla Nociva y ensayábamos en la casa de Oswaldo en SJM. Oswaldo es un tipo misterioso y solitario. Matizaba su afición por la música con su oficio de electricista (electrotecnia, alto voltaje) y había logrado adquirir una batería y una guitarra eléctrica, y conseguido que sus padres le permitiesen ensayar las tardes de los domingos. Posteriormente, se incorporó Daniel Vecco, quien había crecido en la selva alta y tocaba diversos instrumentos musicales, era cultor de la nueva canción chilena y además cantaba y muy bien. Daniel era, es, un marxista declarado y empezaron los encontrones y discusiones, pues todos nosotros veníamos más de las canteras anarquistas. En esa época ocurrió la primera ruptura con Andrés Barba, una ruptura lamentable y muy triste, pues dejamos de vernos muchos años con tan caro amigo y fue por una cojuda discusión debida a cuestiones políticas y musicales (él quería permanecer autodidacto en la guitarra, como los de IV Reich y nosotros le exigíamos que aprendiese acordes), el caso es que la primera Semilla se disolvió y quedamos Nacho y yo. A los pocos meses del cisma, una mañana de verano, tocan la puerta de mi casa, preguntando por bettas bilobulados. Bettas son una hermosísima especie de peces combatientes originarios de Siam-Tailandia, que yo criaba y crío hasta ahora y a la que soy muy aficionado. En esa época experimentaba con una línea de un intenso color rojo sangre y azules eléctricos que no tenían parangón en Sudamérica. Me encontraba limpiando los beteros (así se llaman las urnas de vidrio en las que los machos deben permanecer separados para evitar agresiones), escuchando a la vez un casette de Los Apestosos —luego pasarían a llamarse Los Prisioneros— y el pata que llamaba a mi puerta quería comprar bettas rojos de doble cola, lo hice entrar, escuchó la música y me preguntó si escuchaba rock subterráneo. Yo tenía la guitarra junto a uno de los estantes de los acuarios. Él la cogió y rasgó unos acordes de REM, hicimos amistad y se incorporó a Semilla Nociva. Se trataba de Joel Flores, huancavelicano, ex sanmarquino, roquero y vendedor de abarrotes en un mercado de la avenida Perú y se convirtió en la viola del grupo. Luego vino un amigo de la infancia, Sandro Meléndez, anarco punk, skin anarquista y batero en ciernes. A los meses conocimos a Arturo Delgado Galimberti, que por aquella época tenía un programa de rock, Viaje al fondo de la noche, en Radio Cadena y casi simultáneamente a Diego García Hildebrandt (hermano de Wicho, de Narcosis), quien entró a los teclados. Así Semilla Nociva integró a una manchita de Beverly Lince, con la cual también llegó el famoso Arturo Vigil, Arturillo, gurú del rock nacional y uno de los mayores conocedores de rock y cumbia aurorales en el Perú. Hubo un par de ensayos con Lucho Sanguinetti —hoy en Leucemia y tristemente famoso por el supuesto virus—, que en esa época tocaba con Héroe Inocente, un grupazo nacional que hasta ahora sigue en pie, pero las cosas con Lucho no se dieron. Ensayábamos donde Pancho Müller, por el Amauta y en Fílderes, en Ingeniería, donde también ensayaba Cachuca y Los Mojarras. Así se fue gestando el grupo nuevo con el que dimos varios conciertos. Yo estaba en el bajo y los gritos y tocamos en la Helden, la Jato Hardcore y en polladas y actividades en asentamientos humanos. Los tiempos eran asesinos. El homicida Fujimori dio el criminal paquetazo y el delincuente que fungía de primer ministro pidió cínicamente, que dios nos ayude. Jorge, Joel y Sandro fueron encarcelados muchos años. Yo debí dejar la universidad y viajar a la selva. Joel y Jorge salieron libres después de casi una década. He sabido que Sandro acaba de ser liberado de las mazmorras del fujimonte-cinismo. Cumplió una condena de más de quince años, ya pagó su “deuda” con la sociedad y es un hombre nuevamente libre en una ciudad que sigue estando mortalmente enferma. ¿Qué oportunidad puede brindar una sociedad que sepultó en vida a jóvenes sin culpa, mientras los delincuentes de saco y corbata vuelven a ganar elecciones, hacen alianzas, retozan en cárceles doradas? ¿Qué oportunidad puede dar una sociedad que no dio más salida que la subversión a muchachos idealistas?

Me contabas que eras docente en la ADUNI. En la novela, hay unos personajes de esa casa de estudios. Unos profesores que politizan sus clases.
En realidad fue una época muy corta de mi vida, cuando cursaba los primeros ciclos de Biología en la Agraria. Me pasaron la voz y estuve unos meses, hasta que deserté pues en esa época me dedicaba, como hasta ahora, a la crianza y comercialización de peces ornamentales, y el tiempo no me daba, además de que no podía con mi genio. Pero ya desde antes conocí a varios de estos muchachos, hijos de migrantes, matemáticos brillantes, lectores contumaces y conversadores polémicos. Muchos de ellos tenían, ahora lo sé, la nariz perfilada y la tosecilla seca de los tísicos, pero a pesar de eso poseían una energía interna tan grande y contagiosa, producto del apasionamiento de sus ideas, que era imposible permanecer indiferente. Y no es que politizasen sus clases. En la novela hay un episodio en donde la profesora de la Academia, una joven mestiza y altiva, entra al salón e impone desde el saque la autoridad del maestro. Al antiguo estilo. No walkmans (ahora serían ipods y celulares), no palabras, no chongo. Cogía sus tizas multicolores y no dibujaba un solo número. Esbozaba los continentes del planeta y ubicaba los grandes focos culturales: Egipto, Mesopotamia, la India, China, Aztecas y Mayas, Incas y, oh, sorpresa, el corazón del África, como descubrió el silenciado Leo Frobenius. Hablaba entonces de los filósofos materialistas, denostados por los metafísicos a favor de Sócrates, Platón y Aristóteles. Los contextualizaba social, histórica, económica y políticamente. Contaba acerca de la cultura a la que se debían, de la etnia a la que pertenecían, comparaba épocas y culturas y recién allí, cuando la gente estaba demudada por la magistral lección, empezaba con los dígitos, los teoremas, polinomios y algoritmos. Y esto ya era política, pero no en el sentido sectario del término. Es que el poder siempre ha pretendido que el maestro sea un apóstol: el profesor debe ser apolítico, neutro, asexuado ideológicamente, castrado en su conciencia de clase, así trabajan la mente de los jóvenes que estudian educación en el Perú. Pero si los funcionarios del Ministerio de Educación y algunos directores o profesores aplauden y elogian al gobierno de turno, eso no se considera política. ¡Ay! del profesor, sea de colegio nacional, particular, academia o universidad, si critica, repudia, rechaza al gobierno y al sistema, eso sí es política. Lo más escandaloso es que muchos padres de familia hacen carne con el discurso del poder y denuncian a los profesores cuestionadores que verdaderamente educan a sus críos. Estos profesores, muchachos idealistas, de la academia preuniversitaria de aquel entonces, no eran profesores inofensivos, sin impulsos vitales, sin convicciones humanas, sin sensibilidad social, sin emotividad ideológica. Yo recuerdo que tuve un enfrentamiento hace años cuando enseñaba en un instituto tecnológico ahora universidad famosa, con miles de alumnos y cuyo dueño ha amasado una increíble fortuna y cuyo solo nombre me produce arcadas; uno de los colegas, que ya no el dueño siquiera, me increpó que a mí me pagaban por enseñar la materia relativa a mi especialidad y no por hacer politiquería; pues bien, estimado imberbe, le respondí, si tú has hipotecado tu conciencia de esclavo a tus amos explotadores, al igual que miles de maestros siervos del Estado, por un sueldo de hambre, yo no he vendido mi conciencia ni he hipotecado mis opiniones, no he perdido la carta de ciudadanía. El hecho que reciba una suma mensual de dinero significa tan sólo el pago de mis servicios técnicos, pero no el pago de un silencio cómplice y de una conformidad repugnante. Creo con el gran José Antonio Encinas que el maestro debe ser ante todo un hombre libre para convertirse en líder de las masas explotadas por las clases parasitarias, como el maestro Ho Chi Min. Así eran estos muchachos que pergeño en mi novela. Hace poco escuché una entrevista que le hizo Denegri a la maestra y bailarina Victoria Santa Cruz. Al seco, la tía lo dejó tuerto al viejo Denegri, quien no pudo con ella, pues Denegri es cartesiano y aristotélico y la tía ha trabajado el plexo solar, la bioenergía y los memes ancestrales. Una maestra antigua, en el amplio sentido de la palabra.  Así era esta muchacha que recuerdo ahora. Analizaba, sintetizaba y exponía con una brillantez inusitada para una academia económicamente modesta ubicada en pleno centro de una ciudad pestilente y enferma.
Los escenarios son básicamente urbanos de la Ciudad Enferma o Ciudad de los Culpables, según el título. ¿Por qué ese juego de nombres?
El título apareció durante el sueño. Como anota Rodolfo Ybarra, mi novela quise titularla primero Ciudad Enferma, con el subtítulo de Veinte años de vida en diez minutos, luego La Niña del diablo fuerte, en alusión a una de las protagonistas, Lucía Goicochea, quien en su niñez y adolescencia se había aficionado al trabajar la madera, a darle forma y moldearla, e incluso retornaba a esta noble afición cada vez que se sentía sola o desolada, que por otro lado, es algo que a mí siempre me ha fascinado, al igual que la talabartería. Jugando con estos títulos, escribí algunos otros, como me sugirieron amigos mayores, pero de pronto, una madrugada en que no podía conciliar el sueño, se me apareció así el nombre, La Ciudad de los Culpables, a la vez que hacía juego con el apellido del autor y así quedó. Ya luego, a un nivel más racional, se me ocurrieron varios correlatos a este título. Siempre he pensado que existe un inconsciente psico histórico que para bien o para mal (des) estructura a las ciudades. La ruptura del equilibrio biológico-emocional (o espiritual) producida por la violación histórico-social que nos dio origen ha causado una pérdida del sentido de la función en el conjunto de la cultura a la que pertenece la ciudad que habitamos. Me explico: Lima es ya una megaurbe en la que malviven casi 10 millones de seres humanos procedentes de todo el Perú, pero fundamentalmente de la sierra. Lima se define por la migración. Los migrantes y sus descendientes han —hemos— configurado una ciudad que a la vez nos devuelve tramposamente el vuelto. Traemos un back ground ancestral: memes y genes se entremezclan caóticamente en una polis que hace mortal metástasis en un medio preñado de carencias y una infraestructura bastardeada —asentamientos humanos miserables, pistas y veredas llenas de huecos y basura, parques sin árboles, servicios de agua, desagüe y telefonía colapsados, parque automotor viejo y monstruosamente tóxico, choferes de combi asesinos, taxistas asaltantes, policía corrupta, barras bravas y pandillaje pernicioso, barrios rodhesianos como Chacarilla o Asia, todo configura el caos— mantenida por una estructura centralista políticamente y corrupta en todos sus estamentos, desde el tombo que te pide coima porque envidia tu carro hasta el presidente de la República que participa solapa en negociados de gas y petróleo. El hombre que crece en estas ciudades está confundido, pervertido y corrompido. Es un hombre que carece de espiritualidad y que respira de manera inconsciente: ergo, no es dueño de su voluntad ni de sus acciones, las que son manejadas por los que dirigen los medios masivos de comunicación. Estas ciudades se han vuelto entonces ciudades confundidas. ¿Cuál es la psique que configura esta polis? ¿Cuál es el mundo psíquico, o mejor submundo psíquico del habitante de estas ciudades confundidas, como muchas de las megaurbes sudamericanas? ¿No se te ha ocurrido relacionar esta atrofia espiritual con la terrible cifra de accidentes de tránsito que ocurren a diario en Lima o con la anomia de los neolimeños frente al abuso y la corrupción que campean en el país?
En todas las grandes culturas cada ciudad formaba parte de una red de polis. Y el incario no era excepción. Cada ciudad tenía en el entramado de urbes una misión material específica (política, social, productiva, militar) y también espiritual. Cuando el tejido hace necropsia, las ciudades se pudren y la cultura y los individuos generados en ellas enloquecen.  No saben cuál es su origen, no saben —o fingen no saber— quién es su padre ni quién es su madre. No es casual que la identidad genérica de Lima sea femenina, como lo evidencia su música, arte, letras y comida, ahora tan privilegiada gracias a la astucia de la burguesía nativa. Lima es una ciudad-mujer-joven y facilona, veleta y aficionada a aderezar potajes rijosos, que desprecia a su madre y tiene dudas sobre su padre. Su madre fue abusada primero por un español borracho y analfabeto, luego por un inglés flemático y enfermizo y ahora malvive con un norteamericano pederasta y cocainómano. Por eso Lima mira atolondrada cual putita barata a la ciudad-cortesana Miami, pero no vuelve la vista a las ciudades del interior, que es de donde viene el cambio. Lima, al igual que las mestizas de las primeras épocas, al igual que el prosti-vedetismo —que promovió el liberalismo fujimonte-cinismo— y que se ha instalado en el imaginario colectivo cholo, se desarrolló para recibir a los invasores. Primero a los españoles, luego a los ingleses y ahora a los norteamericanos. Ya lo dijo alguien: sierra macho, costa hembra, selva madre. Lima hembra asesina a la selva. Lima hembra desprecia a su madre serrana. La llama despectivamente india y cuando una hija desprecia a su madre, no bebe de ella, carece de fuerza interna y está condenada a repetir su destino. Lima hembra desconoce al padre, a las ciudades del interior, a la cultura prehispánica, y se refugia en la narcosis de las drogas. Lima hembra prefiere al padrastro que la desprecia y tiraniza. Históricamente, su origen está relacionado con el servilismo y la funcionalidad para fines de los invasores: poderes públicos, centralismo político, militar y religioso; jerarquías sociales, narcotráfico y prostitución, todo sigue revuelto y reconcentrado en Lima.
El desequilibrio biológico-emocional del que habló Antonio Díaz Martínez en Ayacucho, hambre y esperanza, ha hecho que nuestra psico-historia pierda el rumbo y que la megapolis llamada Lima, ciudad de culpables, sea ahora variante de una mujer desdichada que busca, en la narcolepsia de la cocaína, la fuerza masculina que no tiene. No es casual que sea en las clases dominantes en donde se encuentre el mayor porcentaje de varones cocainómanos (desprecian a la madre, no tienen la fuerza masculina del padre) y que tanto en Lima como el Callao —en general la costa peruana— haya logrado mayor votación el varón más inseguro de su masculinidad que hemos tenido en la presidencia en las últimas décadas: un gigoló inescrupuloso y ambiguo que no duda en hacerse de las mujeres de sus correligionarios, que se presenta en la televisión como padre ejemplar, obligando a la mujer oficial a aparecer junto al hijo habido en otra y luego ordena tirotear a todo un pueblo en la selva: pura fanfarronería fascista rayana en la histeria para suplir la auténtica fuerza masculina de la que carece. Por eso la militarización, las dosis extremas de violencia masculina expresadas en las drogas fuertes, el american way of life de las series familiares de Yankilandia.

El papel de la mujer en tu novela es de fuerza y lucha, no es ente decorativo, ni pasivo.
Es que sinceramente yo me encuentro harto de esas figuras de mujer prefabricadas que nos venden la televisión y las canciones de moda, las baladitas fresa y las porquerías de miniseries nacionales. Yo estaba, estoy, seguro que existen mujeres que sin estar revueltas contra la belleza o el afeite, sin rescindir de su condición de hembras, son además seres conscientes de su rol en el mundo, que ya no solo como mujeres, sino ante todo como seres humanos. Esas mujercitas arquetipo de la pituca mononeuronal o la izquierdista oenegera habitúe barranquina, trovera y progresista, pero que asquea de los conos y la piel cobriza, ya pasaron al olvido. La mujer ahora debe ante todo estar consciente de que al igual que el hombre es manipulada por un sistema productivo que controla hasta las horas de las que dispone para hacer el amor y que es en su vientre y en su corazón en donde se gesta el destino de la humanidad. Luego que vengan los discursos de género, el escribir diciendo los, las, nuestros, nuestras, ellos, ellas y demás cojudeces de feministas aturdidas por la ausencia de un buen tallo de jade que las sacuda de su medianía burguesa.

Miguel Gutiérrez ha comentado tu libro antes de que salga a la luz. ¿Cuál es tu apreciación sobre él, quien viene desarrollando la crítica y la novela de alto nivel?
Miguel Gutiérrez es un grande en el Perú, en España o en la China. Sólo puedo decirte que es tal vez el escritor peruano más grande de los últimos tiempos, injustamente postergado, debido solo a su incorrección política. Recuerdo que hace años, cuando preguntaba por sus obras en Grau, nadie lo conocía. Incluso los libreros me ofrecían, cuando insistía, las obras de Gutiérrez, pero las de Gustavo, el de la Teología de la Liberación. Cosa rara, la calidad inocultable de su obra narrativa no ha podido ser soslayada y las propias editoriales del sistema pelean ahora por publicarlo. Allá los intonsos que lo condenan por publicar en “editoriales capitalistas”. Su obra narrativa y sus ensayos, polémicos, lúcidos y divertidos, perdurarán en el tiempo.

Con respecto a Miguel Gutiérrez, se ha generado mucha polémica, primero, porque incluyó a Abimael Guzmán como un intelectual importante en su libro de La generación el 50, incluso Ivan Thays hizo comentarios fuertes contra Gutiérrez; segundo, porque publicó su última novela con Alfaguara, dado que este representa el imperialismo de alguna forma.
Efectivamente, he releído hace poco ese texto que considero fundamental, La Generación del Cincuenta. Lo hice a raíz de una crítica maledicente del pobre Thays. Es cierto, Gutiérrez incluye a Abimael Guzmán en su condición de intelectual y miembro de la Generación del Cincuenta. Eso es lo que generó el mayor encono y la rasgadura de vestidura de los popes de la cultura criollo-burguesa. Pero como el mismo Gutiérrez aclara, Guzmán es un intelectual. Es filósofo, abogado e ideólogo. Apasionado y equivocado y para mí, arrugón, pero un intelectual a fin de cuentas. Quizá si Abimael hubiera muerto con un fusil en la mano disparando al enemigo como Allende o Ernesto Guevara, otro hubiese sido el destino del Perú. Solo atinó a decir: “Me tocó perder”. Rodeado de mujeres en una cómoda mansión rodhesiana, se dejó coger como un mínimo viejo, mientras miles de muchachos se inmolaban en los montes o siguen pudriéndose en las cárceles. Pero, volviendo a tu pregunta, si coincidimos en que una generación está conformada por la totalidad de coetáneos que nacieron en un mismo momento histórico y comparten determinados ideales en relación a la sociedad a la cual pertenecen, no veo por qué razón no incluir a Guzmán junto a intelectuales y luchadores como Luis de la Puente Uceda, Juan Pablo Chang, Guillermo Lobatón e incluso, como anota Miguel, figuras controversiales como Hugo Blanco, Héctor Béjar o Ismael Frías. De allí a señalar a Miguel, como pretendieron algunos críticos y analistas, como el torpe Alonso Alegría, el ser cómplice de los setenta mil muertos que consigna la CVR y sorprenderse de que no haya dado con sus huesos en la cárcel, solo denota prejuicio, odio y envidia cochina. En el prólogo a la nueva edición Miguel hace una reflexión certera sobre este tema: si, como dice Mao, la práctica es el único criterio de la verdad, entonces la contundente derrota revela que la línea ideológico-política, la estrategia y las tácticas que él impulsó y desarrolló fueron erróneas o incorrectas. Lo que me jode es que Abimael esté preso, pero los otros genocidas que dirigieron la guerra interna, y no sólo quienes cumplieron órdenes, estén libres y dando cátedra o gobernando: Belaúnde murió en su lecho, Fujimori está en cárcel dorada y pacta por lo bajo con lo más infame del APRA para hacerse del poder mediante su horrenda hija en el 2011 y el genocida Alan García dirige nuevamente y en complicidad con la ultraderecha, un país que cree ilusamente en el desarrollo capitalista.

Finalmente, ¿qué proyectos tienes como escritor?

Vivir, vivir y vivir. Leer, leer y leer. Escribir, escribir y escribir. En ese orden. Está en prensa Discursos contra la Bestia Tricéfala, a tres manos con Delgado Galimberti y Rodolfo Ybarra. Está en prensa No todas van al paraíso y trabajo en una novela que cuenta al Cusco y a Lima nuevamente, al turismo “vivencial” y a los genocidas IDF del ejército judío que después de matar palestinos en Gaza vienen a Sudamérica en trips esotéricos para curar las heridas de su alma tomando ayawaska.


2009