Rosas Paravicino (Cusco, 1948) ha
publicado Al filo del rayo (1988), La edad de Leviatán (2005), Ciudad apocalíptica (1998), El patriarca de las aves (2006), El gran señor (1994).
El motivo de la entrevista es El gran señor. Donde un grupo de subversivos, camuflados entre los
asistentes del santuario, intenta matar a un juez. En casa de la deidad se
transgrede las normas religiosas, convirtiendo ese acto es una herejía, que el
pueblo religioso no perdonará: después de darle una buena golpiza a uno de
atacantes, le entrega a la policía. “Suficiente infamia era haber soportado
tres días a los agentes subversivos en el santuario”. Claro, es la casa del
Señor.
La guerra interna ha
dejado profundas huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a
ello?
Igual que otros miles de peruanos fui
testigo del cruento proceso de la guerra. Detenciones, torturas y asesinatos comenzaron
a ensombrecer el panorama nacional a partir de la década del ochenta. El
gobierno expidió la ley de la apología del terrorismo, con la que se acallaba
la conciencia crítica de la ciudadanía. A pesar de ello, algunos escritores
dimos a conocer temprano nuestros textos con relación a la violencia creciente.
En 1986 Julio Ortega publicó “Adiós Ayacucho”, Luis Nieto Degregori al año
siguiente, “Harta cerveza, harta bala”, yo publiqué en 1988 “Al filo del rayo”,
Dante Castro ganó en 1987 el segundo puesto del Copé de cuento con “Ñakay
pacha”. Tuvimos el coraje de jugarnos el pellejo en un período de abierta
represión brutal. Nuestro testimonio queda en la palabra hecha denuncia e
indignación, justo cuando aquel baño de sangre se tornaba incontrolable y las
hienas rondaban en torno de los cadáveres.
Este asunto de la
guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?
La guerra interna ha marcado a fuego
vivo nuestra cultura en las últimas décadas. Y como parte de ello, la creación
literaria, más específicamente la novelística, por su condición de género
totalizador refleja y procesa de varias maneras el ciclo violento que la
sociedad peruana vivió a fines del siglo XX. Siempre un novelista aspira a
comprender e interpretar su época. En ese afán, extrae la savia de su creación
de la mata misma de los sucesos de su tiempo. Si la psiquis colectiva está
tatuada de tragedia y dolor, es lógico que la novela peruana esté al nivel de
ese estado de ánimo. Rosa Cuchillo, Abril rojo, La hora azul, Retablo, La niña
de nuestros ojos, entre otras, son evidencias de que hay una nueva ruta
avanzada en el género. Aunque ciertamente el número de novelas es mayor. Mark
Cox anotaba que hasta el año 2008 había 68 novelas publicadas alrededor del
conflicto bélico interno.
¿Qué autores cree que
han trabajado mejor la temática de la guerra interna?
Aún es temprano para efectuar un balance
definitivo, pero a título personal me quedo con los aportes de Oscar Colchado,
Dante Castro Arrasco, Luis Nieto Degregori, Julio Ortega, Alonso Cueto, Miguel
Arribasplata, Eduardo Huarag y Santiago Roncagliolo, entre otros.
¿Cómo han influido los
sucesos de la guerra interna en su quehacer literario?
De manera abrupta y definitoria;
particularmente las masacres de Accomarca, Uchuraccay, Lucanamarca y otros
episodios similares que se dieron en los años ochenta. La sangrienta fuga de
los presos del penal de Ayacucho es otro suceso que anuncia el cambio de rumbo
de la guerra. En ese contexto, no tenía mayor sentido que un escritor de
marcada sensibilidad social, haga lírica personal o abstracciones metafísicas.
Había que acatar el ritmo duro de la época, procesar el dolor colectivo y,
desde la instancia de la palabra, contribuir con la imaginación y el talento
para que termine el desangre nacional, para darle un registro estético (de una
estética cruel) al más grande genocidio que se dio en nuestra historia
republicana. Sólo así nuestra palabra tendría valor ético, social y
testimonial.
En su novela El gran
señor los subversivos se infiltran en el santuario, entre la gente con fervor
religioso, incluso asesinan ahí. Se profana lo sagrado. ¿Los subversivos son
herejes desde esta perspectiva? ¿Se ha visto situaciones parecidas en la
realidad?
Responderé a esta pregunta con un caso real.
En mi calidad de peregrino de la festividad de Qoyllurit’i del Cusco, vi una
vez que dos jóvenes danzaban indistintamente en las comparsas de bailarines de
Ocongate y Paucartambo. Ambos eran alumnos míos en la Universidad Nacional San
Antonio Abad del Cusco. Los conocía desde hacía varios semestres como radicales
activistas de la izquierda legal. Sin embargo, más adelante me enteré que ambos
terminaron enrolándose en las filas de Sendero Luminoso. Aquí participarían de
atentados sangrientos, con secuelas trágicas hasta la vez que la policía
desbarató al comando sedicioso y capturó a sus componentes. Una tarde, los
presentó a todos en conferencia de prensa y allí estaban los dos danzantes del
santuario. Más que simples herejes, ambos habían derivado en militantes de un
proyecto político que anunciaba barrer el sistema para, sobre sus escombros,
construir otro tipo de sociedad. Este caso nos demuestra que, en los Andes, no
hay mayor divorcio entre la práctica religiosa popular y la opción política
violenta.
En varias novelas, los
ronderos aparecen como delincuentes. Su personaje, el comandante Huaroto, no se
libra de esta descripción.
La guerra interna también engendró hijos
de una particular tipología moral. Tanto en el bando subversivo como entre las
llamadas fuerzas del orden se dieron casos de individuos con un perfil
psicológico que rayaba en la simple perpetración de delitos. Aquí es pertinente
retrotraer la figura del denominado comandante Huayhuaco, un personaje de la
vida real, vinculado al narcotráfico, dueño de un prontuario policial
deleznable, pero que cuando su territorio se ve afectado por la presencia de
los sediciosos, él se alía con el ejército y se convierte en un cabecilla
antisubversivo importante. Lo paradójico es que el Estado que representa a la
legalidad, termina asociándose con un jefe mafioso requisitoriado por el poder
judicial. En mi novela El gran señor yo invento un personaje análogo: el
Comandante Huaroto que viene a ser un Huayhuaco operando en la región sur, un
sujeto sin bandera ni principios, capaz de cometer cualquier vesania, bajo el
paraguas de su alianza con los militares. No sé si me salió bien, pero ahí
está.
La historia oficial
presenta a Mateo Pumacahua como un héroe. Usted no. Este personaje paga sus
culpas en su condición de fantasma.
Pumacahua representa al sujeto histórico
controvertido. En noviembre de 1780 el destino le dio la oportunidad de
involucrarse en el proyecto político de Túpac Amaru (su par en términos de
casta y autoridad), pero él prefirió unirse a los españoles, para combatir la
sublevación de Túpac Amaru. Su actuación en aquella guerra fue decisiva para el
triunfo de los realistas. Tres décadas después, ya sofocada la rebelión y luego
de ocupar altos cargos burocráticos, Pumacahua siente que de nuevo la guerra
toca su puerta. Esta vez son los criollos del Cusco que se han sublevado contra
el rey de España. Le proponen la jefatura del ejército alzado y Pumacahua les
acepta, acaso remordido por el genocidio que perpetró en el conflicto anterior.
No calculó el tamaño de la nueva aventura. Tras una difícil campaña militar fue
derrotado en la batalla de Umachiri y luego fusilado en la plaza de Sicuani,
como traidor al rey. En la novela lo presento como un condenado (fantasma) que
debe penar de los siglos por los siglos entre los picachos de los Andes. Sufre
de un remordimiento profundo por sus actos en vida y sus recuerdos se focalizan
en el Cusco, allí donde gozó del poder y la fortuna.
Con la presencia de
Pumacahua y las luchas por la tierra que usted narra en su novela, ¿podemos
decir que la violencia no se inicia en 1980, sino que nuestra historia está
llena de eso?
En efecto, la violencia social tiene una
data antigua en el Perú. Este es el país de las grandes sublevaciones y
masacres. Partamos únicamente de la época colonial. Manco Inca en 1536 libra
una guerra sangrienta en su afán de aniquilar a los usurpadores españoles. Juan
Santos Atahualpa en 1742 levanta a las etnias amazónicas en contra del poder
hispano instalado en Lima. Túpac Amaru, en 1781, libra la gesta libertaria más
tenaz y heroica, con una secuela de 100 mil muertos. Si analizamos estos hechos
y los comparamos con las sublevaciones indígenas de la era republicana, vamos a
ver que el denominador común de todos es el mismo: la lucha por el derecho a la
dignidad, la justicia, la cultura, la autodeterminación, la identidad y la
tierra. A la luz de estos acontecimientos, la guerra de 1980 no es sino la
prolongación de una historia, como la del Perú, que está escrita más por el
lado del borrador que por la punta del lápiz. Ahora bien, tampoco la reciente
derrota de Sendero Luminoso nos garantiza un futuro promisorio de paz y
bienestar. Mientras continúe la situación de exclusión, pobreza, inequidad,
corrupción e injusticia, siempre tendremos en el horizonte la probabilidad de
un nuevo conflicto interno. Debemos aprender de la historia si ciertamente
queremos construir un Estado/Nación que represente a todos.
Siete truenos, siete
días, en que Isolda consigue liberar a Alberto, siete subversivos, siete
pabluchas. ¿Alguna simbología?
Sí; un intento de elaborar una cábala
andina, similar a la cábala judía donde el número clave es el tres.
Finalmente ¿qué
proyectos tiene como escritor?
Varios. Siempre en el género narrativo y con temas que tienen que ver con
los procesos sociales e históricos del país. Por ahora no quisiera puntualizar
sobre algún proyecto en especial. Primero que nazca la criatura para luego
especificar los pormenores de su existencia. Gracias.
2010
2010
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