La
guerra interna ha dejado profundas huellas en toda una generación, ¿cuál es tu
reflexión en torno a ella?
Desde hace quinientos años
estamos en guerra. Como dice Piero Bustos, somos hijos de la guerra, somos
hijos de la piedra inmortal. Pienso que la violencia en el Perú no comienza
aquel día en que un grupo selecto del PCP-SL inicia la lucha armada en las alturas
de Chuschi, Ayacucho, sino desde el día siguiente en que los curas españoles
envenenan con arsénico el vino que dieron de beber a las huestes de Atahualpa y
la soldadesca ibérica captura al Inca mañosamente, sin épica, valor ni
hidalguía. La violencia estructural que
se originó por la desestabilización producida por la invasión ibérica generó
una raza de seres resentidos, promiscuos y ladinos, seres que alguien denominó
duramente como hombres de vidas destruidas, hombres que el indio Huamán Poma de
Ayala y el criollo Riva Agüero despreciaban profundamente, uno por haber
ensuciado la sangre india y otro llamándoles mesticillos. No me trago ese
cuento criollo y huevón del mestizaje ideal.
Eso ocurrió sólo en la mente de tres o cuatro criollos privilegiados o
curas pendejos con conciencia de culpa que deseaban borrar con la fábula infame
del mestizo ilustrado, el gran trauma que generó la violación sexual, cuyas
consecuencias son visibles hasta nuestros días. En la colonia, millares de
cholos o como quieras denominar al producto del cruce por violación de español
e india vagaban por las ciudades, azolándolas, envilecidos por el alcohol y el
resentimiento. En el caso de las mujeres, se dedicaban al oficio más antiguo
del mundo, se hacían casquivanas para despertar la lujuria del español o el
criollo. Te hablo de las grandes masas mestizas que se generaron en la colonia.
Pero no todos arrugaron. Al día siguiente de la captura del Inca, se empezó a
gestar un movimiento subversivo que mantuvo en jaque a los conquistadores
durante décadas y que ha atravesado toda nuestra historia desde la colonia
hasta nuestros días. Acuérdate de Manco Inca (no mancó), Kawide, Illatopa,
Kiskis, Kizu Yupanqui, Juan Santos Atahualpa, los Túpac Amaru, Túpac Catari,
las revueltas de negros cimarrones, Rumi Maqui y más recientemente el mariscal
Andrés de Santa Cruz Calahumana, el gestor de la Confederación
Perú-Boliviana, por quien Bolívar tenía gran respeto y de
quien Basadre dijo que sus ojos almendrados nunca miraban de frente y que en
muy determinadas ocasiones la sonrisa plegaba su boca lampiña contraponiéndolo
a la blancura y “sinceridad” de Salaverry (Historia de la República del Perú) y a
quien Felipe Pardo y Aliaga ridiculizó en el valsecito criollo, “que viene el
cholo jetón… limeñas, la boca se apreste a cantares, a ricos manjares, de
cancha y coca. Que ves salir la momia de su abuela de una huaca, que llamando
al hijo, oh tú, porquí, hombre, el Bolivia dejas? Porquí boscas la Pirú? ¿Piensas bañar la Chorrillos porque ya
entraste la Cosco?”
¿No te recuerda acaso al cholo-blanco-porquería-arequipeño Bedoya Ugarteche o
al resentido social Aldo Mariátegui? Santa Cruz jamás arredró por este
desprecio racial, muy por el contrario, tomó conciencia y organizó una sociedad
secreta constituida a orillas del Titicaca probablemente bajo el influjo de la
cosmovisión andina, como lo explica Carlos Milla, con el fin de promover la
reunificación de los ex territorios tahuantinsuyanos, al igual que hizo Rumi
Maqui setenta años después. Aquel “año vulgar” de 1829, Santa Cruz ordenó a los
militares bajo su mando establecer contacto con los araucanos (mapuches) a
quienes debían tratar como aliados, proporcionándoles armamento, vestuario y
medios. Previamente Santa Cruz había confeccionado planes para invadir Chile
por la ruta de Almagro y Paullo Inca (porque Chile ya nos invadió
económicamente), es decir por la meseta del Collao hasta bajar a Copiapó. Además, Santa Cruz, apodado por la prensa
chilena como Monsieur Alphonse Chunga Cápac Yupanqui, pretendió que el ejército
confederado incluyera para la
Confederación territorios collas de Tucumán, Catamarca y
Humahuaca (Argentina). Huelga decir que
Santa Cruz (héroe de Pichincha) había logrado ya la anuencia del Ecuador para
integrar la
Confederación y ahí se refugió en sus años de desgracia, pues
en el Perú blanquecino fue declarado “enemigo capital de la nación” y en la Bolivia criolla, indigno
del nombre boliviano. ¿No te suena todo esto más actual que nunca? ¿Quién lo está contando en novelas o relatos?
Ahora es más fácil decir, no podemos vivir en el pasado, pero quien no sabe de
dónde viene, no sabe a dónde va. Entonces, ¿es descabellado reclamar un
Apocalipsis, un Pachacútec que cuestione toda esta historia mentirosa y que ha
condenado a nuestro pueblo a la marginación?
Esa es la realidad de este corral de chanchos, un enfrentamiento
etnoclasista despiadado pero a la vez hipócrita, morigerado por los discursos
de curas, sociólogos, izquierdistas y metafísicos. Incluso ese gran movimiento
de retorno y resistencia pasiva que significó el Taki Onkoy fue subversivo y
ahogado en sangre por los extirpadores de idolatrías reencarnados ahora en el
cómplice de genocidas, el ensotanado Luis Cipriani Thorne. El PCP-SL no capitalizó,
por el contrario, pisoteó esa resistencia étnica a la invasión europea que
lleva ya más de cinco siglos. Pienso que de alguna forma la gigantesca empresa
que significó la invasión y saqueo del continente sudamericano es equiparable a
aquellas otras gestas que emprendieron los europeos travestidos en cruzados
para acabar con los infieles palestinos, justificando el etnocidio bajo el
manto de la difusión de la fe cristiana y el (des) conocimiento occidental que
hoy nos agobian, es decir primero fue contra Alá, luego contra Pachacámac. Ahora esas cruzadas se han reencarnado en las
guerras santas emprendidas por el Sacro Imperio Norteamericano en contra del
pueblo árabe, depositario y creador de uno de los grandes focos culturales de
la humanidad, al igual que nosotros.
Retomando entonces, creo que esa ruptura del equilibrio
biológico-emocional de todo un pueblo, esa violencia étnica y sexual, que devino
luego en clasista y estructural, generó masas neuróticas culturamente,
frustradas históricamente, psíquicamente amargadas y acomplejadas y creo que
ese tema no ha sido aún tratado como merecería la magnitud del drama, pues de
la purificación de esas masas es que saldrá el Perú unificado y grande que
deseamos. La guerra interna de los
últimos veinte años es apenas un cachito de la oscura ciénaga en la que la
memoria colectiva del país se halla sumida.
Perdóname
por extenderme tanto en este punto, es que lo considero fundamental para
comprendernos.
¿Cómo
ha influido todo ello en la novela peruana?
Divido la literatura que ha
tratado este tema, el de la guerra, en dos grandes rubros: por un lado, quienes
con su producción han intentado describir, narrar, justificar e incluso elogiar
el orden oficial impuesto por los criollos descendientes de encomenderos y por
otro lado, quienes optaron por una posición de denuncia, ruptura y propuesta.
Me vienen a la mente los cronistas apologéticos, aquellos que eran pagados por
los conquistadores para mentir acerca de los crímenes que cometían (igual que
hoy, hoy tal vez no les pagan en duro a los escritores, pero vaya que reciben
beneficios aquellos plumíferos que elogian al sistema). Recuerdo primero al tal
Francisco López de Gomara, quien quiso hacer de Pizarro un Aníbal, un Alejandro
Magno; luego un tal Antonio Herrera, émulo de Gómara y así por el estilo.
Previo pago en oro por parte de Pizarro o algún asesino que quisiese limpiar su
nombre. Por otro lado, está Pedro Cieza de León, cuyo rigor y objetividad se
ciñeron fundamentalmente a los aspectos geográficos, etnográficos, botánicos y
zoológicos, quien a pesar de ser considerado cronista oficial, presentó una
posición contraria al abuso cometido por sus paisanos. También tenemos al
chachapoyano jesuita Blas Valera, quechua-hablante y abierto simpatizante de la
causa indígena, simpatía que le valió ser acusado de hereje y encarcelado por la Compañía que incluso
cerró el acceso de mestizos a la
Orden por esta causa. Valera es autor de la Historia Occidentalis
que se dice habría caído en manos del Inca Garcilaso de la Vega, sirviéndole de base
para confeccionar sus Comentarios Reales. Pienso también en el mismo Garcilaso,
quien luego de su paso por la península y de combatir contra los moros, después
de afanar a la hija de Góngora y Argote e intentar revalidar sus títulos
nobiliarios, heredados del padre español, cae en la cuenta que no sabía lo que
era y toma conciencia de lo que puede ser y escribe Los Comentarios Reales de los Incas, obra no sólo literaria, además
histórica y ante todo política, publicada además “a cuenta de autor”. Pienso en
el mismo de Las Casas, quien afirmó resueltamente que, lejos de recibir tierras
y títulos, Pizarro y Cortés deberían ser juzgados como criminales.
Hace
varios años tuve acceso, gracias a un querido y controvertido amigo, el
antropólogo Sebastiano Sperandeo, a una publicación de la académica italiana
Laura Laurencich Minelli, quien basada en documentos jesuitas secretos (es decir,
documentos que no estaban sujetos al nihil
obstat de la orden jesuita, ni al imprimatur
de la corona española) de la Orden,
removió el mundo académico con sus revelaciones. Desgraciadamente en el Perú,
estos documentos no han circulado más que en los ambientes universitarios. En
este estudio se plantea la hipótesis de que parte de los dibujos de Nueva Crónica y Buen Gobierno, de Guamán
Poma de Ayala, habrían sido realizados por el rebelde Valera, con el objetivo
de denunciar la verdad sobre la invasión española y la complejidad y alto nivel
alcanzados por la cultura prehispánica, grandeza ocultada sistemáticamente por
el poder español y sus descendientes criollos. En este estudio, entre otras
cosas, se afirma que Pizarro habría utilizado sucias tretas para capturar a
Atahualpa en Cajamarca. Esta celada se planeó con mucha anticipación desde
Panamá y consistía en envenenar a los soldados incas con cuatro barriles de una
mezcla de arsénico y vino moscatel, preparada oportunamente por los curas,
siempre traidores, Valverde, Yépez y Pedraza, dejando en el aire el supuesto
heroísmo y arrojo de los peninsulares en la captura del Inca en Cajamarca.
Ergo, jamás se dio batalla alguna, adiós a la epopeya y a la épica que ya
quisieran los gilazos Riva Agüero, Porras Barrenechea y Del Busto Duthurburu,
Atahualpa y su corte fueron timados y capturados en medio de terribles diarreas
y convulsiones provocadas por el veneno de los católicos. Poco después de la
trampa, el cura Yépez, arrepentido de su perfidia, quiso denunciar todo esto,
pero ya era tarde: Pizarro lo asesinó a puñaladas. Cuando Valera retorna al
Perú, dispuesto a hacer saltar todo por los aires, contacta con otro jesuita,
Anello de Oliva, quien habría ocultado el nombre de Valera, achacando la obra al
cronista indio Guamán Poma. Pero eso no es todo, Laurencich prefigura en su
estudio la existencia de una escritura de tipo fonético-silábico en el incario,
algo negado conveniente y sistemáticamente por la historiografía criolla, dizque
por falta de evidencias. Ahora Laurencich es acusada de delincuente, mentirosa
y apócrifa por los integrantes de las sectas criollas de las que depende el
estudio de la historia de la “conquista”, pero las pericias científicas
practicadas a los documentos corroboran lo que dice la estudiosa italiana. Y
eso no miente.
En Poderes Secretos, la formidable novela
corta de Gutiérrez se plantea este tema, derivando hacia la existencia de
sectas casi esotéricas, una con sede en el Instituto Riva Agûero y la otra,
difusa y fantasmática, pero peleando siempre por alzar su voz.
Entonces
pienso que de ninguna manera el tema de la guerra se reduce a la iniciada por
el PCP-SL en Chuschi, Ayacucho, hace más de veinte años, sino que el conflicto
principal es mucho más antiguo, basto y enmarañado y nos remite hasta la época
de la invasión.
Es
un tema complejísimo. Creo que tanto románticos, modernistas como realistas han
estado influidos de alguna forma, a favor o en contra, por este proceso
violento que significó la irrupción de la invasión española en territorio de
Abya Yala. Desde Narciso Aréstegui, pasando por Tristán, Matto y Cabello, creo
que la novela peruana tiene una marcada vocación realista, de allí la íntima
relación entre dos amantes que a la vez se desprecian: la historia y la novela
en el Perú son amantes despechados, pero que tropiezan siempre con la misma
piedra.
Solo
podría decirte que las relaciones entre historia y novela en un país tan
jodidamente enredado, producto de una violación no sólo histórica y social como
el Perú, son ancestrales, tanto como los relatos del Taki Onkoy o los poemas
homéricos. Entre la historia que se escribe desde Europa (y sus rabonas
paisanas) y la novela que tiene como esencia el hecho de fagocitar otros
géneros, pues me quedo con la novela. Y la historia que nos han contado es una
historia malhadada y mentirosa, profunda y convenientemente mentirosa. Allí es
cuando entra el artista: cuando la historia prostituye y adultera. Tanto el
poeta como el historiador cuentan. Su territorio común es la narratividad, pero
aquí lo que importa es la mirada, para darle sentido e intensidad a lo que se
cuenta. No olvidemos nunca que lo nuestro es un tercer género, a caballo entre
la verdad y la mentira, la ficción, unido umbilicalmente al libre pensamiento.
Así
las cosas podría mencionarte algunas novelas que a mi parecer y sentir son las
que mejor cuentan la gesta del peruano como individuo dentro de una
colectividad sojuzgada: Los perros
hambrientos, El Mundo es Ancho y
Ajeno, Los Ríos Profundos, El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo, Todas las Sangres, Redoble por Rancas, La Violencia del Tiempo, Conversación en La
Catedral, Crónica
de Músicos y Diablos, Rosa Cuchillo,
Los Hijos del Orden, En Octubre no hay milagros, No una si no muchas muertes, por citarte
sólo algunas que considero fundamentales para comprender el devenir de esta
colectividad llamada Perú. Deseo mencionar también a un autor que leí de niño y
a quien considero infamado injustamente, Enrique López Albújar, quien con Cuentos Andinos, publicado en 1920 pone
en vereda literaria al indio real, al indio de carne y hueso y no precisamente
desde la visión de un sillón de juez como pretende Bryce. Cuentos como Ushanam jampi y El Campeón de la muerte revelan estructuras autónomas del poder
colonial y republicano —comunismo agrarista indígena— que se impusieron e
imponen en comunidades y ahora también barrios periféricos de Lima, en donde el
Estado está solo presente en épocas electorales y para robar al ciudadano; y en
donde la justicia debe ser cobrada por sus propias manos. No olvidemos que una
de las razones que empujan al gran cholo Arguedas a escribir es la contrariedad
que experimenta dentro de sí al leer a Albújar.
¿Qué
autores crees que han trabajado mejor sobre la guerra interna?
Me referiré al tema de la
guerra de ahora en adelante como a la que desató el PCP-SL en Chuschi-Ayacucho
en 1980.
Pero
creo que sería pertinente aclarar de entrada que, cuando decimos narrativa de
la guerra, como bien acota Miguel Gutiérrez, no nos referimos solamente a las
acciones y escenarios de guerra, es decir, aquella narrativa épica que cuente
la vida de, digamos, un destacamento guerrillero o un líder íntegro que conduce
a su pueblo a la victoria después de innumerables batallas. Ese sería un
sentido angosto para expresión tan compleja. Preferiría entender narrativa de
la guerra en un sentido más lato y de mayores connotaciones, es decir, los
diferentes dramas, conductas y formas de vida de los individuos y
colectividades de diferentes regiones y clases sociales influenciados directa o
indirectamente por la guerra de los ochenta.
Quiero
mencionar a Julián Pérez Huarancca y su Retablo:
magistral novela con diferentes niveles de representación, tal como un retablo
ayacuchano. Más allá de la innegable calidad literaria de Retablo, lo que
quiero destacar en esta novela es la capacidad que ha tenido Julián para contar
que los orígenes de la violencia en el sur peruano, específicamente Ayacucho, y
más específicamente, las comunidades ayacuchanas que se vieron inmersas en la
vorágine de la violencia más salvaje, no se encuentran solamente en el
azuzamiento que sufrieron por parte del PCP-SL y de las fuerzas represivas, sino
que esta violencia tiene su génesis en causas mucho más enmarañadas que nos
remiten a broncas ancestrales entre comunidades, como él mismo las llama, entre
indios chutos y cholos notables, odios que se arrastran desde la colonia o
quizá antes, y cómo no, problemas de tierras y ganado. Resulta innegable la
maestría con que Julián narra la guerra y la ausencia de maniqueísmo en los
personajes, pese a estar Julián involucrado sentimentalmente, pues el
protagonista, Grimaldo Medina Huarcaya, alter ego de Hildebrando Pérez
Huarancca, es hermano del autor.
Considero
que Dante Castro logra niveles estéticos muy altos en su narrativa, sobre todo
con el cuentario Parte de Combate.
Más allá de mis discrepancias con Castro, creo que es él uno de los pocos que
cuenta la guerra desde la misma guerra. Tal vez por ello sus cuentos son
totalmente verosímiles y bien logrados.
Los
cuentos de Siete rosas de hierro así
como Carretera al Purgatorio de Zeín
Zorrilla y Rosa Cuchillo de Colchado
Lucio reflejan dos formas distintas de entender la migración y la guerra civil,
uno por el lado del que se adapta al medio adverso y sigue adelante y otro
desde una posición neo indigenista, ambos con maestría y honestidad artística.
Los cuentos para niños de Oscar —los lee mi hija— son magistrales (¡ya basta de
idioteces de Disney y pasteurizadas Pocahontas!) y, aunque para mi gusto,
idealiza demasiado el pasado incaico, la novela Rosa Cuchillo te conmueve hasta el llanto.
Desgraciadamente,
he leído solo una novela corta de Félix Huamán Cabrera, Candela Quemaluceros, cuya trama y narratividad me engancharon y me
recordaron al canteño teatrista y luchador social encarcelado hoy en las
mazmorras del fujimonte-cinismo neoliberal, Víctor Zavala Cataño,
específicamente a algunos hermosos cuentos incluidos en El Color de la Ceniza.
He
estado leyendo algunos relatos de José de Piérola, y aunque por momentos se
torna increíble, creo que varios relatos de Un
beso de Invierno, resultan muy buenos en su concepción y hechura.
En
el Rumor de la tormenta de Carlos
Rengifo, hay varios cuentos de factura excelente que representan una Lima
corrupta, hedionda y corroída de arriba abajo, relatos magistrales como “Tierra
de nadie”, “Cenizas del Pasado” y “El festín del Cordero”, reflejan ese corral
de cerdos urbanitas que nos dejó el
fujimonte-cinismo. Carlitos maneja diestramente el castellano peruano y te
engancha en su prosa desde el saque. De la misma manera, una novela muy bien
escrita y estructurada, de la que se ha hablado poco o casi nada, Un duro despertar, de Aldo Pancorbo,
novela negra y pícara, pero a la vez preñada de melancolía, refleja esa Lima
urbana pituca, pseudopituca y misia, revuelta a veces, pero racista y
excluyente siempre.
Quiero
mencionar también los excelentes cuentos de Sócrates Zuzunaga Huayta, los de
Ricardo Vírhuez Villafañe, varios relatos de Feliciano Mejía, los
estremecedores cuentos incluidos en Desde
la Persistencia,
de la Agrupación
Cultural Ave Fénix, presos políticos purgando dura condena (“El
regreso de Lucila Ccorac”, “Los Árboles”, “Reflejos inocentes”, “Pericotes de
dos patas”, “Un tecnócrata en la noche”, “El último sueño”, “Un itinerario”);
lastimosamente todavía no he podido leer Camino
de Ayrabamba ni Golpes de Viento
de Víctor Hernández.
No
he podido leer todavía a Fernando Cueto. Tengo muy buenas referencias de su
obra, gracias a mi buen amigo y crítico literario Javier Gárvich. Ah, olvidaba
una novela estremecedora, que más allá de su valor testimonial, mezcla arte y
crudeza, para contar lo que fueron los días en el infierno que vivieron los
luchadores sociales en las cárceles del ladrón y asesino Kenya Fujimori. Me
refiero a Las Cárceles del Emperador,
del poeta Jorge Espinoza Sánchez. Sé que va por la 5ª o 6ª edición, calladito
no más, sin haber merecido críticas ni elogios por parte de los estamentos
oficiales que hacen y deshacen escritores en este país de cartón-piedra. He leído
también excelentes cuentos referidos al tema de Walter Lingán, Roberto Reyes
Tarazona, Feliciano Padilla Chalco, y un cuento increíble de Reynoso, “El Mural”.
Una
novela que leí hace unos años gracias a Ricardo Vírhuez y me gustó mucho es la
del loretano Cayo Vásquez, me refiero a Hostal
Amor, retrato fiel de lo que significa la vida en la selva en épocas
neoliberales. Otra es una novela excelente y aunque trata de una de las tantas
guerras de fronteras que perdimos a sola firma (gracias a la cobardía,
ineptitud y felonía de los cabritillas corruptos de la Academia Diplomática,
el Perú ha perdido millones de kilómetros cuadrados a sola firma mientras los
generalotes de plomo transaban por lo bajo y el pueblo uniformado ignorante
defendía las fronteras con su sangre). Hablo de La Guerra del Sargento Ballesteros, de Jaime
Vásquez Izquierdo, una excelente novela concebida a la manera de Os Sertaos con
múltiples historias, distintos niveles narrativos y decenas de personajes
inolvidables, lástima que la edición de esta novela desmerezca la gran calidad
narrativa del autor.
De
quienes han contado la guerra sólo para ganar plata o quedar bien con su
conciencia, he leído sólo a Cueto, Alonso. Y ya vertí mi opinión alguna vez
sobre esta novela, La Hora Azul. No dudo que
Alonso sea honesto en su propuesta, pero eso no quita que piense que es una
novela fallida e inflada, sobrevalorada y sostenida por la gran promoción
comercial de la que ha sido objeto. Sólo debo agregar que coincido plenamente
con Zeín Zorrilla en que la novela criolla agoniza. Está vieja y desahuciada y
da sus últimos estertores. Ha pensado que su tabla de salvación es la
emigración a su Madre Pútrea y algunos compadritos voluntariosos y ambiciosos
han brincado el charco y hoy intentan lucrar con el dolor ajeno, quejándose de
que a ellos también les tocó su pedazo… de violencia porque se les apagaban las
luces cortadoras de la discoteca mientras toneaban en San Isidro. Quizá en la Madre Pútrea puedan embaucar
incautos. Aquí, nadie les cree, porque su discurso y su ficción son, ya ni
siquiera de la Lima
que se va, si no del Perú que se va. El progresivo proceso de andinización y
achoramiento, con todos los riesgos que ello implica, es imparable. Habrá
retrocesos, pero Lima, la ciudad enferma de centralismo, racismo y miseria, no
es más la ciudad que lo decide todo en todo.
Creo
que esperamos aún la gran novela de la guerra de narradores tan potentes como
Miguel Gutiérrez, Gregorio Martínez, Urteaga Cabrera, Gonzáles Viaña y Oswaldo
Reynoso, cuyos genios han alumbrado novelas magistrales. Sé que trabajan en
ello y pronto leeremos obras contundentes. Creo firmemente que la magnitud del
conflicto armado de los últimos veinte años no logra encontrar, todavía, en los
novelistas peruanos, un lenguaje capaz de retratar fidedignamente el tremendo
dolor que vivió nuestra patria y sus secuelas que sufrimos todos. En fin,
faltarían hojas y que me dispensen si omito a alguien valioso.
La ciudad de lo culpables, tu novela, ¿qué
referencias reales tiene en el contexto de la guerra interna?
Como te comentaba al
principio yo crecí en Ingeniería-SMP, un barrio ubicado en el cono norte, a dos
escasas cuadras de la Universidad Nacional
de Ingeniería. Entonces desde muy niño fui testigo de las famosas huelgas
universitarias, de la resistencia encarnizada de los estudiantes a las medidas
económicas que implantó el felón Morales Bermúdez, la huelga del 75, etc. Yo
tenía 4 ó 5 años y veía como los muchachos corrían escapando de los militares,
rodeaban por el parque César Vallejo ubicado frente a mi casa, perseguidos por
los delincuentes uniformados, quienes porra en mano o a tiros, los masacraban. Los
jóvenes arrojaban sus documentos en el jardín de las casas, para no ser
identificados e impedir así las represalias con la familia, otros se escondían
bajo las granadas del jardín o en el terreno contiguo que estaba deshabitado,
saltando una inmensa pared, que hasta ahora no logro comprender cómo lo hacían.
Por la tarde o al día siguiente acudían a la casa y tocaban la puerta, para
recoger sus documentos o alguna otra pertenencia que habían arrojado al
jardín. Varios de estos jóvenes
estudiosos pero rebeldes me enseñaban, ya en la primaria, aritmética, álgebra,
las ociosas e inútiles matemáticas modernas (un gasto estéril de tiempo y
esfuerzo), luego en la secundaria, geometría, trigonometría, razonamiento
matemático. Recuerdo particularmente a dos hermanos con una barba marxiana, los
matucanenses Badaracco, genios matemáticos y alumnos, si mal no recuerdo, de
ingeniería de minas: no los he vuelto a ver nunca más. Desgraciadamente ahora la UNI —al igual que la Agraria, San Marcos,
Villareal o La Cantuta,
por mencionar sólo las notables nacionales— se ha convertido en un politécnico.
No se estudia ciencias ni matemáticas. El humanismo ya no sirve para nada. Es
un estorbo en la vida del estudiante candidato a empleado del mes. Todos estos
muchachos que antes de la década del ochenta estudiaban en universidades
nacionales y hacían trabajo de masas en fábricas, barrios, comunidades campesinas
y comedores populares, formarían luego, equivocados o no, la gran fuerza que
insurgió mediante la violencia revolucionaria. Allí, bajo el influjo del
magisterio de estos muchachos, empezaron a prefigurarse Orlando Zapata y
Sebastián Estoico, personajes de mi novela.
Paralelamente,
en el Parque César Vallejo, situado frente a mi casa, en cada fecha notable del
calendario, una dama andahuaylina, vecina antigua de Ingeniería, organizaba
actuaciones que culminaban en veladas literarias. Se trataba de la querida
señora Meche, madre de mi querido amigo José Carlos Ocampo. La señora Meche
recitaba magistralmente a Vallejo en cada actuación del colegio Santa Ana o en
las que ella misma organizaba. Así se fue forjando una generación de muchachos
que a la par correteaban por las calles vendiendo marcianos como apreciaban la
poesía inmortal del vate huamachuquino. Durante mi época escolar, en la
primaria tuve un solo profesor, el puneño Daniel Castillo Robles. El profesor
Castillo además de enseñarnos a leer y escribir correctamente, además de
esforzarse porque saliésemos de la primaria duchos en las cuatro operaciones
matemáticas fundamentales, nos instruyó en el discurso antiimperialista. Siempre
decía que primero habíamos sido colonia de España, que Chile no había ganado la
guerra, solo había sido un esbirro de Inglaterra, quien cedió la posta a sus
primos yankis. Durante la secundaria ya la cosa fue más por mi cuenta. Leía
incansablemente, mientras disputaba partidos de fútbol en el estadio San Martín
de Porres o bicicleteaba desde Ingeniería hasta La Punta, atravesando todo el
Callao en una manchita compacta de cinco o seis mataperros que comenzaban a
vivir en una ciudad enferma en la que aún no había combis. Pero me olvidaba de
algo, mi padre, Víctor Raúl Inocente Alcántara, anarco-individualista y obrero
textil en su juventud, al igual que mi tío el poeta Benjamín Inocente
Alcántara, fundador de Estrella Obrera y compañero de Stucchi, Portocarrero y
Mazzi y mi abuelo Miguel Inocente Osorio, integrante del Grupo Intelectual
Primero de Mayo, muerto tempranamente luego de haber sufrido el martirologio de
los primeros apristas en la famosa Lobera de la
Isla El Frontón por guardar en el almacén
de su casa cientos de rifles para una de las tantas insurrecciones que propiciaba
ese gran traidor llamado Víctor Raúl Haya de La Torre. Dicen que una
guerra no termina nunca. Solo terminaría el día que muriese el último
descendiente de los agraviados o hasta que el rencor que anida en el pecho de
estos se borre por algún pase mágico, pues, como dice la canción de La Polla Records, Somos
los nietos de los obreros/que nunca pudisteis matar/Somos los nietos de los que
perdimos/la guerra civil/No somos nada… Y si antes hablé de la deuda histórica
que tenemos con España, pues también debo decir que admiro y profundamente a
ese pueblo español que brindó la sangre de sus mejores hijos en la fratricida
guerra civil, tres años y un millón de muertos, así como admiro también al
pueblo chileno que llevó a Allende al poder vía las urnas, pensando
ingenuamente que los yankis dejarían prosperar un gobierno democrático y
socialista. Es que como nos enseñó mi padre y a este su padre, todos los pueblos
del mundo son sagrados. Desde muy niños mi padre nos inculcó la lectura, pero
no como obligación si no como un placer silencioso con el cual podíamos
descubrir otros mundos, otras culturas e incluso vivir otras vidas ajenas a la
nuestra. En la casa hasta ahora tenemos La Cabaña del Tío Tom, Robinson Crusoe, La vuelta al
mundo en ochenta días, El maravilloso
viaje del pequeño Nils, Sandokán,
El tigre de la malasia, El rey mono, Joyas de la mitología, esas revistas de Editorial Novaro y un
larguísimo etcétera. Recuerdo que mi padre, robándole horas al trabajo y al
escaso descanso, nos sentaba ciertas tardes a leer. Él comenzaba con la
lectura, luego al azar alguno de los cinco hermanos proseguía y así transcurrían
las horas leyendo El lazarillo de Tormes,
Moby Dick, Los viajes de Gulliver, Alicia
en el país de las maravillas, El
Médico a Palos, El Enfermo Imaginario,
en fin. Aún niño leí, y recuerdo que se me salían las lágrimas, dos novelas que
considero que determinaron en mucho mi vocación literaria: El Mundo es Ancho y Ajeno y Los
Perros Hambrientos. De allí ya no paré con Alegría y si no he leído el Lázaro es porque no he podido
conseguirla. Luego vinieron
Arguedas, Scorza, Rulfo, Onetti, Borges, Hemingway, Faulkner, Musil, Kafka,
Arlt, Walsh, etc. Posteriormente los grandes cuentistas y
novelistas rusos. Leí a Calvino, Kundera y Beckett, pero fue Alegría con quien
me inicié en el estremecedor mundo de la literatura. Por eso creo que una
historia bien contada puede conmover, reflexionar y agitar conciencias y
provocar reacciones impensadas, incluso a nivel social.
Volviendo
a mi novela, ¿por qué me decidí a escribir La Ciudad de los Culpables? Pienso que uno no decide
nada. Como cuando te enamoras. Son personajes, escenas, diálogos, vivencias,
sueños, demonios o ángeles que están ahí dando vueltas y de pronto sientes que
un impulso sobrehumano te lanza al ruedo y coges tinta y papel y a darle a la
página en blanco como un volcán en erupción, como un pene enhiesto con los
porongos llenos, atizado, al menos en mi caso, por la indignación más absoluta
e insoportable, un pelín de rabia y un poquitín de cariño, para intentar lograr
contar una buena historia y por qué no, una gran historia que cambie la vida
"mas que sea" a una sola persona. ¿Ficción o realidad? Para el caso
pienso que da lo mismo. Me interesa muchísimo ficcionar, pero más me interesa
contar una buena historia, real o inventada, que logre hacer conmover,
reflexionar y agitar.
Ahora,
si tu inquietud es saber si Orlando Zapata, Sebastián Estoico, Lucía, Julia,
Sofía, Matías Schrader —el tío de la “secta” israelita—, el padrastro Tudela,
el Erótico Fuentes y varios otros personajes tienen asidero en la vida real,
pues debo decirte que de haberlos los hay. Creo que existen dos grandes tipos
de escritores: los que viven y deben vivir intensamente para luego tomar de
allí referentes reales para sus ficciones y aquellos que pueden vivir
encerrados toda su vida en su casa, su torre de marfil, sin grandes amores, sin
grandes ideales, sin grandes pasiones ni odios y sólo a partir de lecturas (es
decir, otros libros) y a punta de imaginación recrear mundos nuevos. Pienso que
me inscribo en el primer grupo, lo cual no obsta sin embargo a la lectura, la
soledad, el silencio, la introspección. De alguna manera un libro proviene de
otro y eso no es nada nuevo. ¿Que si hay algo de mí en Zapata, Estoico y por qué
no Julia, Lucía o Sofía? Probablemente. La Agraria no se caracterizó precisamente por ser
una universidad democrática y en la década de los ochenta cuando yo ingresé era
común ver presumidos que el lunes iban a estudiar en un Volvo, el martes en un
Mercedes, el miércoles en una Off Road rugiente, el jueves en una Kawasaki y el
viernes se disfrazaban de deportistas y llegaban en una montañera de aluminio y
titanio de 3 mil cocos. En plena guerra interna. Eran pitucos-deporte que
confluían en el Gustavos, un antrito de expendio de comidas y gaseosa, pues
estos despreciaban olímpicamente el comedor universitario. Mientras esto
ocurría en el sector oeste del campus universitario, en el sector este, otro
grupo marchaba pancartas en mano y arengas en boca, exigiendo por mejoras en la
infraestructura, en el menú universitario, exigiendo que se eche a algún
profesor corrupto o por mayor representatividad en el tercio. Era el año 88.
Vargas Llosa y el movimiento Libertad tenían cientos de acólitos en la Agraria. El Comando Rodrigo
Franco había sembrado decenas de soplones en la universidad y con dos amigos de
aquella época, Nacho García-Godos (un brillante científico peruano, uno de los
pocos especialistas en aves y mamíferos marinos en el Perú, despedido
injustamente de un centro de investigación nacional) y Daniel Vecco (ahora
ingeniero agrónomo con un doctorado en Cuba y campesino en la selva),
discutíamos sobre el carácter de la sociedad peruana y sobre la alternativa de
cambio. Los pitucos agrupados en el MO al cuadrado (MOMO, movimiento molinero)
en mancha marchaban con sus hembritas light
gritando hasta quedar afónicos, libertad, libertad, libertad, haciéndole coro a
Varguitas y andaban con paralizer en
el cinto, temerosos de lo que ellos llamaban los terrucos, denominación en la
cual englobaban a los anarquistas, socialistas, izquierdistas, etc. (…) Paralelamente
yo me había aficionado desde mi temprana adolescencia al rock subterráneo, particularmente el rock radical vasco (La
Polla, Kortatu, Monstruación, MCD, IV Reich, lo primero de
Siniestro Total, Eskorbuto, Ilegales), el buen rocanrol ibérico (Gabinete
Caligari, El Pecho de Andy, El último de la Fila, Radio Futura, Los Secretos, Golpes Bajos),
el formidable rock uruguayo (Los
Traidores, Los Tontos, Los Estómagos, La Tabaré River Rock, Zero, etc.),
el rock chileno, especialmente unos
Prisioneros adolescentes, rebeldes y nada aterciopelados (pienso en “Independencia
Cultural”, “Las Industrias”, “Latinoamérica es un pueblo al sur de EU”, “Paramar”,
“Estar solo”, “Nunca quedas mal con nadie”) y Los Tres y algo del punk rock anglosajón y lo que se llamó
la new wave ochentera. Gracias al Chato Jorge, un pata de la Agraria, que también había
cursado estudios en Industriales en la
U de Lima y se había largado de allí asqueado de la gente,
conocí a dos buenos amigos de toda la vida (aunque cada vez nos vemos menos,
como dice Machado, tengo a mis amigos en mi soledad, cuando estoy con ellos,
qué lejos están): Andrés Barba (también fugado de la Universidad de Lima) y
Oswaldo La Torre
(técnico electricista, melómano, culto y enigmático). Gracias a ellos pude
escuchar grupos que jamás hubiesen pasado por la radio, monopolizada entonces
por las taradizantes Panamericana y Once Sesenta. Doble Nueve, pituca por
antonomasia, pasaba solo rock
anglosajón que por aquellos días yo detestaba profunda y equivocadamente. Al
poco tiempo (tenía tal vez dieciocho años) formamos con Andrés, Oswaldo y
Nacho, una banda de rock subte, más o menos con las influencias
que te describo, aunque las de Andrés y Oswaldo eran más amplias. La banda se
llamó Semilla Nociva y ensayábamos en la casa de Oswaldo en SJM. Oswaldo es un
tipo misterioso y solitario. Matizaba su afición por la música con su oficio de
electricista (electrotecnia, alto voltaje) y había logrado adquirir una batería
y una guitarra eléctrica, y conseguido que sus padres le permitiesen ensayar
las tardes de los domingos. Posteriormente, se incorporó Daniel Vecco, quien
había crecido en la selva alta y tocaba diversos instrumentos musicales, era
cultor de la nueva canción chilena y además cantaba y muy bien. Daniel era, es,
un marxista declarado y empezaron los encontrones y discusiones, pues todos
nosotros veníamos más de las canteras anarquistas. En esa época ocurrió la
primera ruptura con Andrés Barba, una ruptura lamentable y muy triste, pues
dejamos de vernos muchos años con tan caro amigo y fue por una cojuda discusión
debida a cuestiones políticas y musicales (él quería permanecer autodidacto en
la guitarra, como los de IV Reich y nosotros le exigíamos que aprendiese
acordes), el caso es que la primera Semilla se disolvió y quedamos Nacho y yo. A
los pocos meses del cisma, una mañana de verano, tocan la puerta de mi casa,
preguntando por bettas bilobulados. Bettas
son una hermosísima especie de peces combatientes originarios de
Siam-Tailandia, que yo criaba y crío hasta ahora y a la que soy muy aficionado.
En esa época experimentaba con una línea de un intenso color rojo sangre y
azules eléctricos que no tenían parangón en Sudamérica. Me encontraba limpiando
los beteros (así se llaman las urnas de vidrio en las que los machos deben
permanecer separados para evitar agresiones), escuchando a la vez un casette de
Los Apestosos —luego pasarían a llamarse Los Prisioneros— y el pata que llamaba
a mi puerta quería comprar bettas
rojos de doble cola, lo hice entrar, escuchó la música y me preguntó si
escuchaba rock subterráneo. Yo tenía
la guitarra junto a uno de los estantes de los acuarios. Él la cogió y rasgó
unos acordes de REM, hicimos amistad y se incorporó a Semilla Nociva. Se
trataba de Joel Flores, huancavelicano, ex sanmarquino, roquero y vendedor de
abarrotes en un mercado de la avenida Perú y se convirtió en la viola del
grupo. Luego vino un amigo de la infancia, Sandro Meléndez, anarco punk, skin anarquista y batero en ciernes. A los meses conocimos a Arturo
Delgado Galimberti, que por aquella época tenía un programa de rock, Viaje al fondo de la noche, en Radio
Cadena y casi simultáneamente a Diego García Hildebrandt (hermano de Wicho, de
Narcosis), quien entró a los teclados. Así Semilla Nociva integró a una
manchita de Beverly Lince, con la cual también llegó el famoso Arturo Vigil,
Arturillo, gurú del rock nacional y
uno de los mayores conocedores de rock
y cumbia aurorales en el Perú. Hubo un par de ensayos con Lucho Sanguinetti
—hoy en Leucemia y tristemente famoso por el supuesto virus—, que en esa época
tocaba con Héroe Inocente, un grupazo nacional que hasta ahora sigue en pie,
pero las cosas con Lucho no se dieron. Ensayábamos donde Pancho Müller, por el
Amauta y en Fílderes, en Ingeniería, donde también ensayaba Cachuca y Los
Mojarras. Así se fue gestando el grupo nuevo con el que dimos varios
conciertos. Yo estaba en el bajo y los gritos y tocamos en la Helden, la Jato Hardcore y en polladas y
actividades en asentamientos humanos. Los tiempos eran asesinos. El homicida
Fujimori dio el criminal paquetazo y el delincuente que fungía de primer
ministro pidió cínicamente, que dios nos ayude. Jorge, Joel y Sandro fueron
encarcelados muchos años. Yo debí dejar la universidad y viajar a la selva.
Joel y Jorge salieron libres después de casi una década. He sabido que Sandro
acaba de ser liberado de las mazmorras del fujimonte-cinismo. Cumplió una
condena de más de quince años, ya pagó su “deuda” con la sociedad y es un
hombre nuevamente libre en una ciudad que sigue estando mortalmente enferma.
¿Qué oportunidad puede brindar una sociedad que sepultó en vida a jóvenes sin
culpa, mientras los delincuentes de saco y corbata vuelven a ganar elecciones,
hacen alianzas, retozan en cárceles doradas? ¿Qué oportunidad puede dar una
sociedad que no dio más salida que la subversión a muchachos idealistas?
Me
contabas que eras docente en la
ADUNI. En la novela, hay unos personajes de esa casa de
estudios. Unos profesores que politizan sus clases.
En
realidad fue una época muy corta de mi vida, cuando cursaba los primeros ciclos
de Biología en la Agraria.
Me pasaron la voz y estuve unos meses, hasta que deserté pues
en esa época me dedicaba, como hasta ahora, a la crianza y comercialización de
peces ornamentales, y el tiempo no me daba, además de que no podía con mi
genio. Pero ya desde antes conocí a varios de estos muchachos, hijos de
migrantes, matemáticos brillantes, lectores contumaces y conversadores
polémicos. Muchos de ellos tenían, ahora lo sé, la nariz perfilada y la
tosecilla seca de los tísicos, pero a pesar de eso poseían una energía interna
tan grande y contagiosa, producto del apasionamiento de sus ideas, que era imposible
permanecer indiferente. Y no es que politizasen sus clases. En la novela hay un
episodio en donde la profesora de la Academia, una joven mestiza y altiva, entra al
salón e impone desde el saque la autoridad del maestro. Al antiguo estilo. No walkmans (ahora serían ipods y celulares), no palabras, no
chongo. Cogía sus tizas multicolores y no dibujaba un solo número. Esbozaba los
continentes del planeta y ubicaba los grandes focos culturales: Egipto,
Mesopotamia, la India,
China, Aztecas y Mayas, Incas y, oh, sorpresa, el corazón del África, como
descubrió el silenciado Leo Frobenius. Hablaba entonces de los filósofos
materialistas, denostados por los metafísicos a favor de Sócrates, Platón y
Aristóteles. Los contextualizaba social, histórica, económica y políticamente. Contaba
acerca de la cultura a la que se debían, de la etnia a la que pertenecían,
comparaba épocas y culturas y recién allí, cuando la gente estaba demudada por
la magistral lección, empezaba con los dígitos, los teoremas, polinomios y
algoritmos. Y esto ya era política, pero no en el sentido sectario del término.
Es que el poder siempre ha pretendido que el maestro sea un apóstol: el
profesor debe ser apolítico, neutro, asexuado ideológicamente, castrado en su
conciencia de clase, así trabajan la mente de los jóvenes que estudian
educación en el Perú. Pero si los funcionarios del Ministerio de Educación y
algunos directores o profesores aplauden y elogian al gobierno de turno, eso no
se considera política. ¡Ay! del profesor, sea de colegio nacional, particular,
academia o universidad, si critica, repudia, rechaza al gobierno y al sistema,
eso sí es política. Lo más escandaloso es que muchos padres de familia hacen
carne con el discurso del poder y denuncian a los profesores cuestionadores que
verdaderamente educan a sus críos. Estos profesores, muchachos idealistas, de
la academia preuniversitaria de aquel entonces, no eran profesores inofensivos,
sin impulsos vitales, sin convicciones humanas, sin sensibilidad social, sin
emotividad ideológica. Yo recuerdo que tuve un enfrentamiento hace años cuando
enseñaba en un instituto tecnológico ahora universidad famosa, con miles de
alumnos y cuyo dueño ha amasado una increíble fortuna y cuyo solo nombre me
produce arcadas; uno de los colegas, que ya no el dueño siquiera, me increpó
que a mí me pagaban por enseñar la materia relativa a mi especialidad y no por
hacer politiquería; pues bien, estimado imberbe, le respondí, si tú has
hipotecado tu conciencia de esclavo a tus amos explotadores, al igual que miles
de maestros siervos del Estado, por un sueldo de hambre, yo no he vendido mi
conciencia ni he hipotecado mis opiniones, no he perdido la carta de
ciudadanía. El hecho que reciba una suma mensual de dinero significa tan sólo
el pago de mis servicios técnicos, pero no el pago de un silencio cómplice y de
una conformidad repugnante. Creo con el gran José Antonio Encinas que el
maestro debe ser ante todo un hombre libre para convertirse en líder de las
masas explotadas por las clases parasitarias, como el maestro Ho Chi Min. Así
eran estos muchachos que pergeño en mi novela. Hace poco escuché una entrevista
que le hizo Denegri a la maestra y bailarina Victoria Santa Cruz. Al seco, la
tía lo dejó tuerto al viejo Denegri, quien no pudo con ella, pues Denegri es
cartesiano y aristotélico y la tía ha trabajado el plexo solar, la bioenergía y
los memes ancestrales. Una maestra antigua, en el amplio sentido de la
palabra. Así era esta muchacha que
recuerdo ahora. Analizaba, sintetizaba y exponía con una brillantez inusitada para
una academia económicamente modesta ubicada en pleno centro de una ciudad
pestilente y enferma.
Los
escenarios son básicamente urbanos de la Ciudad Enferma o
Ciudad de los Culpables, según el título. ¿Por qué ese juego de nombres?
El título apareció durante
el sueño. Como anota Rodolfo Ybarra, mi novela quise titularla primero Ciudad Enferma, con el subtítulo de Veinte años de vida en diez minutos,
luego La Niña del
diablo fuerte, en alusión a una de las protagonistas, Lucía Goicochea,
quien en su niñez y adolescencia se había aficionado al trabajar la madera, a
darle forma y moldearla, e incluso retornaba a esta noble afición cada vez que
se sentía sola o desolada, que por otro lado, es algo que a mí siempre me ha
fascinado, al igual que la talabartería. Jugando con estos títulos, escribí
algunos otros, como me sugirieron amigos mayores, pero de pronto, una madrugada
en que no podía conciliar el sueño, se me apareció así el nombre, La Ciudad de los Culpables, a la vez que hacía
juego con el apellido del autor y así quedó. Ya luego, a un nivel más racional,
se me ocurrieron varios correlatos a este título. Siempre he pensado que existe
un inconsciente psico histórico que para bien o para mal (des) estructura a las
ciudades. La ruptura del equilibrio biológico-emocional (o espiritual)
producida por la violación histórico-social que nos dio origen ha causado una
pérdida del sentido de la función en el conjunto de la cultura a la que
pertenece la ciudad que habitamos. Me explico: Lima es ya una megaurbe en la que
malviven casi 10 millones de seres humanos procedentes de todo el Perú, pero
fundamentalmente de la sierra. Lima se define por la migración. Los migrantes y
sus descendientes han —hemos— configurado una ciudad que a la vez nos devuelve
tramposamente el vuelto. Traemos un back
ground ancestral: memes y genes se entremezclan caóticamente en una polis
que hace mortal metástasis en un medio preñado de carencias y una
infraestructura bastardeada —asentamientos humanos miserables, pistas y veredas
llenas de huecos y basura, parques sin árboles, servicios de agua, desagüe y
telefonía colapsados, parque automotor viejo y monstruosamente tóxico, choferes
de combi asesinos, taxistas asaltantes, policía corrupta, barras bravas y
pandillaje pernicioso, barrios rodhesianos
como Chacarilla o Asia, todo configura el caos— mantenida por una estructura
centralista políticamente y corrupta en todos sus estamentos, desde el tombo que te pide coima porque envidia
tu carro hasta el presidente de la
República que participa solapa
en negociados de gas y petróleo. El hombre que crece en estas ciudades está
confundido, pervertido y corrompido. Es un hombre que carece de espiritualidad
y que respira de manera inconsciente: ergo, no es dueño de su voluntad ni de
sus acciones, las que son manejadas por los que dirigen los medios masivos de
comunicación. Estas ciudades se han vuelto entonces ciudades confundidas. ¿Cuál es la psique que configura esta polis?
¿Cuál es el mundo psíquico, o mejor submundo psíquico del habitante de estas ciudades
confundidas, como muchas de las megaurbes sudamericanas? ¿No se te ha ocurrido
relacionar esta atrofia espiritual con la terrible cifra de accidentes de
tránsito que ocurren a diario en Lima o con la anomia de los neolimeños frente
al abuso y la corrupción que campean en el país?
En
todas las grandes culturas cada ciudad formaba parte de una red de polis. Y el
incario no era excepción. Cada ciudad tenía en el entramado de urbes una misión
material específica (política, social, productiva, militar) y también
espiritual. Cuando el tejido hace necropsia, las ciudades se pudren y la
cultura y los individuos generados en ellas enloquecen. No saben cuál es su origen, no saben —o
fingen no saber— quién es su padre ni quién es su madre. No es casual que la identidad
genérica de Lima sea femenina, como lo evidencia su música, arte, letras y
comida, ahora tan privilegiada gracias a la astucia de la burguesía nativa. Lima
es una ciudad-mujer-joven y facilona, veleta y aficionada a aderezar potajes
rijosos, que desprecia a su madre y tiene dudas sobre su padre. Su madre fue
abusada primero por un español borracho y analfabeto, luego por un inglés
flemático y enfermizo y ahora malvive con un norteamericano pederasta y
cocainómano. Por eso Lima mira atolondrada cual putita barata a la
ciudad-cortesana Miami, pero no vuelve la vista a las ciudades del interior,
que es de donde viene el cambio. Lima, al igual que las mestizas de las
primeras épocas, al igual que el prosti-vedetismo —que promovió el liberalismo
fujimonte-cinismo— y que se ha instalado en el imaginario colectivo cholo, se
desarrolló para recibir a los invasores. Primero a los españoles, luego a los
ingleses y ahora a los norteamericanos. Ya lo dijo alguien: sierra macho, costa
hembra, selva madre. Lima hembra asesina a la selva. Lima hembra desprecia a su
madre serrana. La llama despectivamente india y cuando una hija desprecia a su
madre, no bebe de ella, carece de fuerza interna y está condenada a repetir su
destino. Lima hembra desconoce al padre, a las ciudades del interior, a la
cultura prehispánica, y se refugia en la narcosis de las drogas. Lima hembra prefiere
al padrastro que la desprecia y tiraniza. Históricamente, su origen está
relacionado con el servilismo y la funcionalidad para fines de los invasores:
poderes públicos, centralismo político, militar y religioso; jerarquías
sociales, narcotráfico y prostitución, todo sigue revuelto y reconcentrado en
Lima.
El
desequilibrio biológico-emocional del que habló Antonio Díaz Martínez en
Ayacucho, hambre y esperanza, ha hecho que nuestra psico-historia pierda el
rumbo y que la megapolis llamada Lima, ciudad de culpables, sea ahora variante
de una mujer desdichada que busca, en la narcolepsia de la cocaína, la fuerza
masculina que no tiene. No es casual que sea en las clases dominantes en donde
se encuentre el mayor porcentaje de varones cocainómanos (desprecian a la
madre, no tienen la fuerza masculina del padre) y que tanto en Lima como el
Callao —en general la costa peruana— haya logrado mayor votación el varón más
inseguro de su masculinidad que hemos tenido en la presidencia en las últimas
décadas: un gigoló inescrupuloso y ambiguo que no duda en hacerse de las
mujeres de sus correligionarios, que se presenta en la televisión como padre
ejemplar, obligando a la mujer oficial a aparecer junto al hijo habido en otra
y luego ordena tirotear a todo un pueblo en la selva: pura fanfarronería
fascista rayana en la histeria para suplir la auténtica fuerza masculina de la
que carece. Por eso la militarización, las dosis extremas de violencia
masculina expresadas en las drogas fuertes, el american way of life de las series familiares de Yankilandia.
El
papel de la mujer en tu novela es de fuerza y lucha, no es ente decorativo, ni
pasivo.
Es que sinceramente yo me
encuentro harto de esas figuras de mujer prefabricadas que nos venden la
televisión y las canciones de moda, las baladitas fresa y las porquerías de
miniseries nacionales. Yo estaba, estoy, seguro que existen mujeres que sin
estar revueltas contra la belleza o el afeite, sin rescindir de su condición de
hembras, son además seres conscientes de su rol en el mundo, que ya no solo
como mujeres, sino ante todo como seres humanos. Esas mujercitas arquetipo de
la pituca mononeuronal o la izquierdista oenegera habitúe barranquina, trovera
y progresista, pero que asquea de los conos y la piel cobriza, ya pasaron al
olvido. La mujer ahora debe ante todo estar consciente de que al igual que el
hombre es manipulada por un sistema productivo que controla hasta las horas de
las que dispone para hacer el amor y que es en su vientre y en su corazón en
donde se gesta el destino de la humanidad. Luego que vengan los discursos de
género, el escribir diciendo los, las, nuestros, nuestras, ellos, ellas y demás
cojudeces de feministas aturdidas por la ausencia de un buen tallo de jade que
las sacuda de su medianía burguesa.
Miguel
Gutiérrez ha comentado tu libro antes de que salga a la luz. ¿Cuál es tu
apreciación sobre él, quien viene desarrollando la crítica y la novela de alto
nivel?
Miguel Gutiérrez es un
grande en el Perú, en España o en la China. Sólo puedo decirte que es tal vez el
escritor peruano más grande de los últimos tiempos, injustamente postergado,
debido solo a su incorrección política. Recuerdo que hace años, cuando preguntaba
por sus obras en Grau, nadie lo conocía. Incluso los libreros me ofrecían,
cuando insistía, las obras de Gutiérrez, pero las de Gustavo, el de la Teología de la Liberación. Cosa
rara, la calidad inocultable de su obra narrativa no ha podido ser soslayada y
las propias editoriales del sistema pelean ahora por publicarlo. Allá los
intonsos que lo condenan por publicar en “editoriales capitalistas”. Su obra
narrativa y sus ensayos, polémicos, lúcidos y divertidos, perdurarán en el
tiempo.
Con
respecto a Miguel Gutiérrez, se ha generado mucha polémica, primero, porque
incluyó a Abimael Guzmán como un intelectual importante en su libro de La
generación el 50, incluso Ivan Thays hizo comentarios fuertes contra Gutiérrez;
segundo, porque publicó su última novela con Alfaguara, dado que este
representa el imperialismo de alguna forma.
Efectivamente, he releído
hace poco ese texto que considero fundamental, La
Generación del
Cincuenta. Lo hice a raíz de una crítica maledicente del pobre Thays. Es cierto,
Gutiérrez incluye a Abimael Guzmán en su condición de intelectual y miembro de la Generación del
Cincuenta. Eso es lo que generó el mayor encono y la rasgadura de vestidura de
los popes de la cultura criollo-burguesa. Pero como el mismo Gutiérrez aclara,
Guzmán es un intelectual. Es filósofo, abogado e ideólogo. Apasionado y
equivocado y para mí, arrugón, pero un intelectual a fin de cuentas. Quizá si
Abimael hubiera muerto con un fusil en la mano disparando al enemigo como
Allende o Ernesto Guevara, otro hubiese sido el destino del Perú. Solo atinó a
decir: “Me tocó perder”. Rodeado de mujeres en una cómoda mansión rodhesiana, se dejó coger como un mínimo
viejo, mientras miles de muchachos se inmolaban en los montes o siguen
pudriéndose en las cárceles. Pero, volviendo a tu pregunta, si coincidimos en
que una generación está conformada por la totalidad de coetáneos que nacieron
en un mismo momento histórico y comparten determinados ideales en relación a la
sociedad a la cual pertenecen, no veo por qué razón no incluir a Guzmán junto a
intelectuales y luchadores como Luis de la Puente Uceda, Juan
Pablo Chang, Guillermo Lobatón e incluso, como anota Miguel, figuras
controversiales como Hugo Blanco, Héctor Béjar o Ismael Frías. De allí a
señalar a Miguel, como pretendieron algunos críticos y analistas, como el torpe
Alonso Alegría, el ser cómplice de los setenta mil muertos que consigna la CVR y sorprenderse de que no
haya dado con sus huesos en la cárcel, solo denota prejuicio, odio y envidia
cochina. En el prólogo a la nueva edición Miguel hace una reflexión certera
sobre este tema: si, como dice Mao, la práctica es el único criterio de la
verdad, entonces la contundente derrota revela que la línea
ideológico-política, la estrategia y las tácticas que él impulsó y desarrolló fueron
erróneas o incorrectas. Lo que me jode es que Abimael esté preso, pero los
otros genocidas que dirigieron la guerra interna, y no sólo quienes cumplieron
órdenes, estén libres y dando cátedra o gobernando: Belaúnde murió en su lecho,
Fujimori está en cárcel dorada y pacta por lo bajo con lo más infame del APRA
para hacerse del poder mediante su horrenda hija en el 2011 y el genocida Alan
García dirige nuevamente y en complicidad con la ultraderecha, un país que cree
ilusamente en el desarrollo capitalista.
Finalmente,
¿qué proyectos tienes como escritor?
Vivir, vivir y vivir. Leer,
leer y leer. Escribir, escribir y escribir. En ese orden. Está en prensa Discursos contra la Bestia Tricéfala,
a tres manos con Delgado Galimberti y Rodolfo Ybarra. Está en prensa No todas van al paraíso y trabajo en una
novela que cuenta al Cusco y a Lima nuevamente, al turismo “vivencial” y a los
genocidas IDF del ejército judío que después de matar palestinos en Gaza vienen
a Sudamérica en trips esotéricos para
curar las heridas de su alma tomando ayawaska.
2009