Fernando Cueto


Ha publicado Lancha varada (2004), Llora corazón (2006), Días de fuego (2009), Ese camino existe (2011). Este último obtuvo el Premio COPE.
Días de fuego. Los personajes de esta novela se dividen en dos grupos: los parias, hombres sin poder y de extracción popular, y los no parias, hombres con poder. Y esa división social se presenta tanto en Sendero como en el Estado.
En el caso del Estado podemos observar tal situación en la policía. Estos parias no solo carecen de poder, sino, además, de algunas facultades intelectuales: “ustedes los subalternos tienen limitaciones analíticas para comprender la guerra” (175). Son hombres que solo sirven “de escudo, de carne de cañón, para que a los oficiales como usted no les pase nada” (175).
Los parias son unos siervos del Estado, al que deben defender a toda costa. Sin embargo, si existe una duda de su fidelidad, por ser parias, se les puede eliminar o descartar. Así sucede con el alférez Jesús Valle Albán, quien por tener una prima senderista, es detenido como sospechoso, o el suboficial Hindú que es pasado a retiro por tener un hijo senderista, a pesar de sus años de trayectoria intachable.
Ese es el trato que reciben los parias de la policía. Un trato condescendiente en comparación a los parias que no pertenecen a la policía, a quienes ante una simple sospecha se les elimina. Ese es el caso de Yolanda que por haber sido, sin saberlo, amiga de una senderista es asesinada. Lo mismo sucede si uno de la policía colabora con los senderistas: sin ningún juicio es asesinado. Ese es el caso del agente conocido como el Retén, que aparece muerto en el arenal de Ventanilla.
De la misma manera, según la novela, sucede en Sendero. Quienes ponen los muertos también son los parias. Al igual que en la policía, son seres descartables, que pueden morirse o ser asesinado. Así, por ejemplo, a pesar de que el Retén ha trabajado como doble agente, deciden abandonarlo a su suerte, sabiendo que sus días están contados, porque agentes del Estado lo buscaban para asesinarlo por traición.
También todo aquel que pueda comprometer a la identificación de los mandos es eliminado. Eso sucede con el agente Rentería, quien sin saber había estado en amoríos con una senderista. Porque, una vez que ella cae en manos la policía, los senderistas lo buscan para asesinarlo. Lo mismo con el sargento Taype. Es que “la vida de los miembros de base, simples integrantes de una célula, no valía nada en comparación de los mandos” (201).
En ambos casos, los parias son solo números, cifras. Son considerados subhumanos, con limitaciones analíticas. Son como piezas de una máquina que alguien puede eliminar, desaparecer. Quienes manejan dichas máquinas son seres superiores. En el caso del Estado son los oficiales. En el caso de Sendero, son los mandos.
Como podemos observar, según la novela, los parias no valen nada. Son seres sin importancia. Sin embargo, son estos los que hacen la guerra. Son ellos los que combaten, porque los oficiales al igual que los mandos senderistas no luchan. “Para que muera un oficial, primero tiene que morir un centenar de subalternos” (175). En el caso de Sendero, los mandos son protegidos a costa de la vida de los parias. Al respecto, hay que recordar que Abimael Guzmán nunca empuñó un fusil, jamás estuvo en combate.
Es una guerra dirigida por personas con capacidad de análisis, que juegan al ajedrez, donde las piezas no tienen decisión de movimiento. Y estas piezas son los parias. “¿Acaso los otros, los que morían en el otro bando, también eran parias? ¿Era una guerra librada exclusivamente por parias? Quizá, pensé, esa violencia, esa guerra, era el precio de ser paria” (171).
Así, los parias de las filas de Sendero y del Estado se parecen, se asemejan. El hecho de parecerse es un peligro para la estabilidad de los no parias. “Por el medio y estrato social del que provenían, de alguna manera se identificaban con los jóvenes universitarios que integraban las células de Sendero” (227). Por eso el hijo de un policía intachable se convierte en senderista, un policía paria termina pasándose al bando contrario, una senderista y un policía se aman, incluso después de que a ella sus jefes le han ordenado abandonar dicha relación.
El asesinato de estos parias es cuestión de sobrevivencia. Foucault (sf a: 99) ha dicho al respecto: “se mata legítimamente a quienes significan para los demás una especie de peligro biológico”. Los parias vienen a ser ese peligro biológico para los no parias.

Ese camino existe. Un infante de marina, conocido como Cubo, es destacado en Huanta. A través de él podemos acercarnos a la zona de guerra entre senderistas y los agentes del Estado. Su cuartel es el estadio de la ciudad. Y ahí se construye un área: Centro de Operaciones, donde se practica diversos tipos de tortura para sacar información a los prisioneros que van llegando a diario. Y que van saliendo a la fosa común también a diario.
            Un adolescente, Américo, es el otro personaje clave en esta novela. A su comunidad, Chungui, llegan los senderistas y asesinan a los “notables” acusándolos de ser colaboracionistas con la policía. Luego se llevan (secuestran) a todos los sobrevivientes a un campamento donde los entrenan para engrosar las filas subversivas. Así, Américo se convierte en nuestro ojo para ver los sucesos en la otra parte de la historia de la guerra, en el de Sendero.
            Al final, los dos personajes se encuentran. Cubo lleva a varios prisioneros hacia la muerte, a la fosa común. Entre ellos se encuentra Américo. Cubo, al reconocerlo (ha conocido a la madre del prisionero adolescente) le da la oportunidad de fugarse. Una nueva vida le espera. Ese camino de la libertad que soñaba Américo sí existe.
La guerra saca lo peor de los instintos humanos. Eso se puede observar en el Centro de Operaciones, a cargo del comandante Bulldozer. Soldados y oficiales al borde de la locura, pero que funcionan bien dentro de la maquinaria estatal porque ellos todo lo hacen “por el bien de la patria, por el bienestar de todos… Algún día no muy lejano el Perú reconocerá sus sacrificios” (395). Es decir, grandes héroes, hombres sacrificados que dan la vida por la patria y que sus acciones, por más viles que sean, serán considerados acciones heroicas en la historia peruana.
            Al otro extremo de la violencia, Rodrigo, un mando senderista, también anda al borde de la locura. Asesinando sin ningún miramiento a cuanto campesino le parezca colaborador del Esatado. Se asemeja a Bulldozer. Ambos ven a esos hombres no como humanos, sino como cosas, como animales. Así, por ejemplo, Bulldozer al tomar como ayudante a un adolescente bilingüe (quechua-castellano), asesina a su perro. “Así es la vida, Ringo, qué le vamos a hacer: un clavo saca a otro clavo, un perro saca a otro perro” (29). Es el punto más alto (más bajo) de deshumanización en ese discurso castrense.
En este caso, el ser humano no es humano de otra categoría, de segunda, sino un simple perro. Y a un perro se le engríe, pero también se le patea, hasta se le sacrifica, luego le entierras en cualquier lugar, sin velorios ni luto. Qué importa si es un simple perro. Todo eso hace el comandante con su perro Ringo, luego con su ayudante que lo reemplazó. Aquí se cumple a cabalidad lo que dice Jorge Bruce (2012: 104) “deshumanizar a una persona es, por lo general, el primer paso para poder proceder a eliminarlo”.
Ante ese concepto que se tiene del hombre, cualquier acto de tortura es válido, cualquier experimento, casi como en los campos de concentración nazi. Los ahogamientos, las electrocuciones. Cada vez los militares se vuelven más especialistas en ello. Afinan sus torturas en esos seres que no son humanos desde esa perspectiva de seres superiores[1].
Desde esa perspectiva también es válido asesinar por si acaso. Si se tiene una simple sospecha de que en una comunidad campesina haya un senderista o se colabore con ellos, es válido arrasar con ella. Es que no son humanos. Y como en los ejercicios militares se matan perros, entonces por qué no pasarle cuchillo a todo el que consideres no humano, perro. “Pero ¿y si no saben nada? ¿Si de verdad los terrucos no pasaron por acá?... Si ellos mienten, o nosotros estamos equivocados, lo vamos a saber después” (212). Y ese después tiene como resultado que “unos hombres desconocidos habían irrumpido en medio del sueño y sin mayores explicaciones, hablando en nombre de la Patria, habían sembrado el terror en sus vidas apacibles” (214).
Siguiendo la línea de estos hombres defensores de la patria, encontramos que los (no) humanos son principalmente de origen andino[2]. Eso incluye a los reclutas, que son una especie de perros en “evolución”[3]. Tal condición les da derecho a ser partícipes de todas las fechorías, aunque sin mucho protagonismo, dado que solo obedecen en la cadena de mando. No solo eso, sino que estos perros no tienen iniciativa para eliminar, torturar a los otros perros, dado que de alguna manera se asemejan. Ese trabajo es exclusivo para los seres superiores. Los otros, o sea los perros en “evolución”, se encargan de otras tareas como el de limpiar la sangre de los muertos, de tirar los cuerpo a la fosa, de enterrarlos, de las “cosas sucias”.
            En cuanto al origen de los oficiales, ninguno es andino, han sido formados en la gran capital. Son seres humanos a cabalidad, porque conocen el concepto de patria y saben que ella les va a agradecer algún día, que la historia les va a colocar en su enciclopedia de héroes. Hagan lo que hagan: asesinato, tortura, violación, son cosas menores, que no pueden empañar la misión final, que es la patria.
            Y esos hombres del campo, de rasgos andinos, quechuahablantes, no son parte del proyecto Perú. Y eso hace que los hombres de Bulldozer vayan de comunidad en comunidad arrasando con todo, por si acaso. Sin ni siquiera entablar combate con los subversivos, salvo una pequeña escaramuza. Tantos muertos por nada.
Estos hechos de la guerra, de cómo lo lleva el comandante Bulldozer y su junta de oficiales, son “actos aislados”. Aislados a pesar de que han pasado como un huracán destruyendo todo a su paso. Porque ya cuando el lector está casi convencido de que las FFAA son la encarnación del mal absoluto, al final de la novela, aparece un general (Júpiter) y pone orden en el cuartel. La finalidad de este personaje es limpiar la imagen de su institución. “¿A dónde me va a llevar mi general? –susurra Bulldozer. / A donde nadie lo pueda ver –dice Júpiter, con un dejo de desprecio-. Donde ya no pueda seguir haciéndole daño a las Fuerzas Armadas” (386).
            Es decir, las muertes, las violaciones, las torturas son producto de la mente enferma de Bulldozer. No es parte de la estrategia militar. Es algo repugnante, por eso el general habla con “un dejo de desprecio”, con asco, ya que los actos del comandante manchan el honor del uniforme y de la patria.
            Presentado así, este general se asemeja a un santo, que ni bien aparece en escena todo es paz. Hasta los prisioneros sienten cierta tranquilidad. Uno de los infantes les da de beber a los sedientos. Pero cuando este salvador se va, otra vez la máquina de la muerte vuelve a funcionar, aunque ya no como antes, ya no con ese fin de torturar, ya no con esa insania. Sino que, para completar la limpieza de la imagen manchada del uniforme, es necesario borrar toda huella, y la huella son los prisioneros. Entonces solo existe un camino: desaparecerlos. Aunque claro está sin ser abusivos, ni malos, sino como un acto de purificación, porque luego de ello la institución quedará limpia, pulcra, sin manchas de sangre. Y ese acto de purificación, no del alma, sino de hacer que la institución irradie pureza, consistirá en asesinar a los testigos-prisioneros de manera “limpia”, sin torturas. Es que hasta para asesinar perros hay que tener decoro. Y una vez muerto el perro, la vida continúa como si nada hubiera sucedido.
            Y esa vida será de felicidad y de alegría donde nadie recuerde la atrocidad de la violencia porque no hay evidencia. No hay testigos, a pesar de que Américo logra vivir. No se aprecia en este personaje la intención de hacer saber lo que sucedió en ese cuartel y en otros lugares. Él solo quiere estar libre y seguir viviendo. Borrar de su memoria lo vivido.




[1] Ese discurso de que las FFAA está compuesto por seres superiores escapa a la ficción, dado que el presidente Ollanta Humala, exmilitar, en una ceremonia castrense señaló que ellos estaban “por encima del bien y el mal”: la superioridad absoluta. O sea, lo que hagan ellos no se puede cuestionar. Son seres superiores.
[2] Ese ingrediente racista no puede eludirse en novelas sobre la violencia política, dado que la violencia desarrollada por senderistas y los agentes del Estado peruano han golpeado principalmente a las zonas andinas. Ahí se han dado los peores casos de torturas y los asesinatos casi a nivel de política de exterminio de estas comunidades. Mientas sucedía esto, en Lima la vida seguía su curso de manera normal. Solo se tomó conciencia real de estos hechos cuando la violencia tocó las zonas residenciales de esta ciudad. Zonas residenciales, porque en zonas marginales también era común las incursiones militares y policiales con las famosas operaciones rastrillajes, donde también se presentaba torturas, violaciones y desapariciones, en menor intensidad con respecto a zonas andinas, alejadas de Lima. Ese es el caso La Cantuta, que sería inimaginable en Miraflores o San Isidro, por ejemplo.
[3] En la jerga militar es sabido que los novatos son llamados perros. He ahí que tenemos el título de una novela de Vargas Llosa: La ciudad y los perros. En el caso militar, estos perros, decíamos, son perros con rasgos humanos, digamos que están contaminados con los otros perros (no humano), por convivir con ellos. Entonces, ante ello se hace necesario una nueva convivencia con los seres superiores  para convertirlos en humanos, aunque sean humanos de segunda categoría, pero humanos al fin. Porque estos humanos durante su servicio militar solo se encargan de la cocina, de limpiar. 

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