Félix Huamán Cabrera


Su narrativa, más de diez novelas y varios libros de cuentos, se encuentra entre lo poético, lo social y el uso experimental de las técnicas narrativas (Escajadillo, 1994: 148; Tamayo, 1993: 934). Sobre el tema en cuestión, la violencia política, ha escrito cuatro novelas: Candela quema luceros (1988), Noche de relámpagos (1994), En las espigas de junio (2001), Qantu, flor y tormenta (2003).
La trilogía Yawarhuaita. Esta designación corresponde a los diversos hechos de sangre que suceden en la comunidad de Yawarhuaita. Cada novela es la continuación de otra. El orden de publicación corresponde a la continuidad de la historia de dicha comunidad y sus personajes.
1. Candela quema luceros: desencuentro de dos mundos. Esta novela narra la masacre de la comunidad campesina Yawarhuaita, por agentes del Estado. Sin embargo, no cae en el panfleto. Trabaja el lenguaje poético a lo largo de la obra.

Tú la que matizas nostalgias y suspiros sobre el surco. Tú la que sonríes para entonar un destello en el arpa de Anjicho, relámpago que se hace huaino, tú lluvia de hierbas (Huamán, 1989: 70).

El verano sonríe en el azul con un pañuelo fulgente de blancor en la neblina (103).

No descuida tampoco el aspecto literario con los personajes narradores. Estos se entrecruzan para completar la historia narrada, donde la vida y la muerte se confunden, al estilo de Pedro Páramo de Juan Rulfo o el final del Redoble por Rancas de Manuel Scorza. “Ya mi corazón no funciona, mis brazos están colgados; estoy frío como un tronco seco. Aunque a veces es mejor así en lugar de tanto sufrimiento. Ahora que estás vivo y yo muerto” (36).
En cuanto a la violencia política de los años 80, en Candela quema luceros, la historia narrada no se contextualiza de manera directa en esa época. La masacre sucede en un tiempo indefinido.
            Sin embargo, Félix Huamán ha utilizado dos elementos paratextuales para ubicarnos en dicha época: uno, a modo de introducción, se puede leer un poema, Palabras para José María Arguedas, donde menciona el caso Uchuraccay. “Engañan diciendo que en Uchuraccay el pueblo había matado a sus hermanos” (11); dos, en la dedicatoria, hace mención a Accomarca, Pucayacu y Cayara, comunidades andinas arrasadas por agentes del Estado. Esto circunscribe entonces a Candela quema luceros dentro de la violencia política. Lo hace utilizando este artificio, de manera alegórica, en una época donde la violencia política se encontraba en todo su apogeo y donde hacer una novela en la que militares y policías sean mostrados como responsables de fosas comunes y masacres implicaba riesgos. Era un tema tabú (Huamán, 2009). Aunque cabe mencionar que a pesar de eso ya en 1986, Julio Ortega ya había publicado Adiós Ayacucho y Dante Castro, El otorongo y otros cuentos.
La masacre en la comunidad de Yawarhuaita se produce por una diferencia de códigos culturales con los agentes del Estado (wairuros, jueces y autoridades). Una comunicación fallida entre estos.
Yawarhuaita es una comunidad andina, donde prevalece una cultura tradicional y oral.

Los comuneros jóvenes seguían las costumbres que los padres habían dejado de muestra, sobre todo la siembra del maíz y el querer a la Sarapalacha, porque ella les daba el agua. Su fiesta no se podía dejar. Era ley de la comunidad (54).

En la casa comunal, las autoridades velan las semillas del maíz. Sentados alrededor brindan por los granos desparramados en manteles blancos. Hojas de coca en las vidas de los labradores, secreto de chicha y aguardiente de airampo (72).

Sacan en hombros a la Virgen de la Candelaria. ‘Mamacandicha’, bendícenos (76).

Se baila sobre la acequia y desde las faldas vecinas hay un silencio estruendoso de peña que viene y va en eco de verano. Pañuelos que se levantan, compases del corazón, danza, danzando van, el aire por aquí, sombreros por allá (91).

El mito y la tradición entran en conflicto con la modernidad, representada por las Fuerzas del Orden y el sistema judicial. Sarapalacha es el mito que hará estallar la violencia, según el cual, una niña, Sara, quien, luego de ser sacrificada, se convierte en una huaca protectora, símbolo de producción agrícola.

Y cuando estaba ahí sufriendo, la voz de la niña le habló desde el corazón del cerro:
- ¡No te vayas, papá!
Entonces se quedó sentado mirando para Quipani.
Para toda la vida, junto a su hija querida, se quedó al lado de la cumbre (47).

Esta huaca es profanada por uno de los comuneros luego de que la comunidad le castigara por su mal proceder. “El Gelacho[1] pendejo, el que se lleva las reses de los pobres para beneficiarlas en la costa haciendo llorar a tantos padres de familia” (115). En su venganza, este dinamita la piedra que representaba a Sarapalacha.
Ante tal sacrilegio, los comuneros denuncian a Gelacho.

- ¡Han matado a nuestra niña en las alturas de Quipani! ¡La han destrozado en la misma cueva donde vivía!...
- ¿Cómo se llama la occisa?
- ¿Qué?
- La muerta.
- Sarapalacha de Yawarhuaita, señor (125).

Las autoridades van a verificar el hecho y encuentran que la “muerta” era una piedra. Ellos lo ven así, no lo consideran como un acto sacrílego, como hubiera sido si alguien destruyera estatuas de Cristo o San Pedro. “La comitiva de las autoridades, convencida de que había sido objeto de burla, retorna a la provincia” (163).
Dos culturas entran en conflicto. La comunidad andina tiene sus propia religiosidad, su tradición, y en base a ello su propias leyes, su jurisprudencia, que no está contemplada en la jurisprudencia de la modernidad, en el mundo criollo.

¡Acá en el mismo sitio se tiene que castigar! –afirma el Vara Presidente-. Es la ley de nuestros antepasados.
- ¡No! ¡Ahora la autoridad soy yo y ordeno que esto lo vamos a ver en la provincia! (162).

El conflicto se hace más tenso según pasan los días y el conocimiento del hecho llega a los niveles más altos en la estructura del orden de la modernidad. “El fiscal, el subprefecto, el alcalde y el feje de la policía… dicen que ellos jamás van a ser juguete de nadie y hay que darles un escarmiento” (173).
Ante la comunicación fallida, se opta por la eliminación y la destrucción del otro. Una masacre contra los comuneros. En ese sentido, Yawarhuaita es aplastada por la sociedad letrada y oficial, porque no llegaron a completar el circuito de la comunicación, dado que no comparten el mismo código, en cuanto al aspecto cultural. “Hay choque de dos culturas” (Huamán, 2009).
Sin embargo, a pesar de que Yawarhuaita es una comunidad tradicional, de mitos y leyendas, sus pobladores no están totalmente aislados del mundo. No son parte de la “nación cercada” (Ubilluz, 2009: 19-85). Conocen de la sociedad peruana, de su estructura social.

Todo el Perú es triste: el rico vive del pobre y el pobre de su trabajo, y entre los pobres, el sabido vive del zonzo y el zonzo se jode solo (58).

Aunque hablando la verdad es bien jodida la vida, ¿no? Otros nos aprovechan, otros nos cagan (131).

Así los campesinos describen a la sociedad peruana, donde existen mecanismos que han sido creadas específicamente para mantener ese orden.

Lo triste es que esa monja lleva un Cristo agonizante en el pecho, herido, destrozado, ¡pobre el hombre! Moría por los que no tenían nada, pero estos cristianos viven por los que tienen todo (146).

Nos quieren llevar solo para desfilar; para que digan que estamos con él, que él es del pueblo (130).

Sin embargo, no todo puede ser tristeza y desesperanza. A pesar de que el Estado peruano ha arrasado con Yawuarhuaita hay esperanza en los sobrevivientes. Ellos construirán nuevamente, desde las cenizas, un nuevo Yawarhuaita. Resurgir en una nueva vida. Es una nueva etapa para cambiar ese mundo que se cuestiona.

Creen que todo lo van a arreglar con la muerte. Son los dueños del mundo. Cobardes. La vida no se acaba, nunca terminará. De la ceniza más negra va a surgir el cogollo, el cogollo será planta y la planta florecerá inmaculada con la sangre de los pobres (60).

Esta tarea de resurgir no solo es humana. También los dioses andinos se involucran en las cuestiones humanas. Félix Huamán le da un carácter mítico a la solución de los problemas sociales. “El Wamani saldrá como cóndor a destruir la ambición de los cuervos que han destruido las espigas de los maizales” (106). En eso concuerda con Óscar Colchado en Rosa Cuchillo, cuando el hijo de Cavillaca, Liborio, regresa a la tierra como un pachacuti para destruir lo malo y construir uno nuevo (Colchado, 2007: 257).
Pero, a diferencia de Colchado, en la novela de Félix Huamán, al hombre le corresponde participar de manera decisiva en tal proceso. No es cuestión de esperar sentados un mundo mejor. Pero no es el hombre individual sino el hombre colectivo, la comunidad, Yawarhuaita: “Cuando todos trabajamos nadie nos detiene” (87).
La actitud de la comunidad de Yawarhuaita es de lucha, ante el ataque implacable de la otra cultura. “Nunca se dejen pisotear, háganse respetar. Nadie tiene el derecho de abusar de nadie. Todos tenemos dignidad” (147). Aunque tal actitud signifique el riesgo de muerte. “Pero al alma del maestro no la destruye la bala, él tiene el libro amaneciendo en la aurora” (104). La esperanza por un mundo mejor implica sacrificio. Ese es la visión de los comuneros de Yawarhuaita y no es un “lamentarse por la pérdida de la tradición andina” (Ubilluz, 2009: 58), sino la construcción de una sociedad donde se pueda vivir bien y con justicia.
Ese desencuentro cultural es la tragedia del pueblo de Yawarhuaita. Los agentes del Estado, representantes del mundo moderno, en su desprecio por los campesinos que creen en Sarapalacha arrasan el pueblo.

Tanto silencio entre aullidos y olor a chamuscado y ese incendio que va desde un barrio hasta otro (17).

¿Qué ha hecho ese niño para merecer tanta ignominia? Mírenlo. Destrozado en la cabeza y abaleado (110).

Los perros nuevamente empiezan a aullar en coro como si todo el panorama fuera una pena grande (31).

Después del niño, estaban todos los demás, arrojados, arrumados, diez, veinte, treinta, cuarenta cuerpos amordazados, yertos como palos secos (28).

Así se presenta la primera masacre de la trilogía Yawarhuaita. Es una escena tan cruel que el narrador no cree lo que está viendo. “¡Despierten ya, es la hora de trabajar!, ¡levanten la cabeza!” (29). Su mente ya no soporta ver ese mundo triste y caótico. A comprenderlo, mejor un escape a la locura. “En Yawarhuaita no ha quedado nadie, solo un loco que no informa nada” (189).
Ese es el crimen perfecto. Sin testigos para informar a la urbe letrada: nadie va a creer a un loco. Los sobrevivientes tampoco pueden dar su versión: la violencia hará que estos anden huyendo y escondiéndose, por temor a ser desaparecidos. La construcción de la memoria peligra. Y son los agentes del Estado moderno, letrado, quienes se encargan de que esto.

2. Noche de relámpagos: Destrucción de la memoria. Esta novela narra las vivencias del niño Claudio y su abuela en Yawarhuaita, donde se hacen amigos de los “hombres de la noche”, llamados así porque solo salen por las noches para no ser vistos ni por agentes del Estado, ni por subversivos (representantes ambo de la cultura letrada). Trabajan sus tierras protegidos por la oscuridad de la noche. De día viven en cuevas. Así sobreviven a la guerra.
            Estos “hombres de la noche” representan la memoria: son sobrevivientes de Candela quema luceros. Viven a escondidas para la conservación de la memoria pero en la oralidad, no en el plano escrito, que garantiza la perennidad y la validez en una cultura letrada, moderna. Es el testimonio oral que espera ser escrita.
            A ese testimonio oral se complementa el hecho de que Yawarhuaita es un pueblo de fantasmas: las almas de los campesinos asesinados no se van, hasta juegan con el niño Claudio. Son la evidencia de lo que sucedió ahí.

Como a nosotros Totorcocha, como a los de Lachay, de Cárac, de la Rinconada, Accomarca, Cayara y de cuántos más… Ahora solo crece malahierba sobe los terrones destrozados de los adobes quemados. Cuánta desgracia Diosito, ampáranos en la hora de la muerte y que no sufran ya los humildes (Huamán, 2009: 20).

            Y para evitar la construcción de la memoria del genocidio del Estado letrado llega a Yawarhuaita un pelotón de soldados (wairuros) con el objetivo de desaparecer la evidencia.
            Los soldados, al inicio, ven con desconfianza a Claudio y a su abuela, los únicos que viven en ese pueblo desolado; pero, cuando ella conocedora de la medicinal ancestral logra curar a uno, la convivencia se hace mejor, incluso se hacen amigo del sargento. Un niño y una anciana no parecen representar peligro para esos hombres armados.
Sin embargo, ese niño sabía escribir. Y la palabra escrita se convierte en un arma poderosa cuando aprovechando la oscuridad escribe carteles. “Estamos esperando el amanecer, ya no queremos tanta noche; mucho lloran los luceros con nuestra pena; queremos que nazca el día” (69).
            Ese es una muestra de la construcción de la memoria en el plano escrito, acto que hace peligrar al Estado letrado, porque sus acciones serán conocidas a través de la palabra escrita. Entonces la maquinaria represiva se mueve rápidamente para frenarlo. Y se descubre que el niño Claudio era el responsable, quien al ser descubierto dice: “Estos campos son nuestros y queremos que haya vida y no muerte. Que los magtillos subamos nuevamente a encender los luceros. Estas son nuestras casas. Ustedes son forasteros” (83). Entonces, para borrar la memoria él, su abuela y su amigo, el sargento deben ser fusilados, pero Claudio logra escapar. En su huida llega hasta Huancayo, donde conoce a alguien que promete llevarle a Canta.
Finalmente, se realiza la segunda masacre de la trilogía: los “hombres de la noche” son asesinados. Aunque la versión oficial lo presentará de acuerdo a sus intereses: “En la alturas de Yawarhuaita… las fuerzas del orden cercaron y derrotaron a cincuenta terroristas” (126). Sin embargo, esos hombres no eran subversivos. Ellos huían de la violencia, de ambos bandos enfrentados, de los forasteros que hacían una guerra ajena a los intereses de los “hombres de la noche”. “Escondidos para que no les leven los alzados o maten los wairuros” (46).
Así, el Estado moderno una vez más evita la construcción de la memoria. A sangre y fuego impone su propia verdad. Sin embargo, aún queda el niño Claudio. En ese niño existe la esperanza de que se pueda construir la memoria en el plano escrito y esa esperanza está depositada en una sola persona. Él además es la continuidad genealógica de la comunidad de Yawarhuaita, a pesar de haber sido arrasada dos veces.

Ellos quieren desaparecernos, pero nosotros siempre estaremos reverdeciendo (…) Desde siempre los mistis los perseguían, los querían desaparecer, los odiaban. Siempre con los indios la pobreza y la miseria, el abuso, la prepotencia. ¿Por qué ahora los mataban? (14-15).

La primera vez por un desencuentro cultural, la segunda porque representan la memoria de ese hecho. A pesar de reinventarse en “hombres de la noche” no les es suficiente para permanecer en la historia. Solo huyen y no buscan otra salida para construir la memoria. En eso se diferencian de los personajes de Yuraccancha, del cuento “La guerra del arcángel Gabriel”, de Dante Castro. Aquí los yuraccanchinos se radicalizan. Primero, las mujeres destruyen el cuartel de los agentes del Estado y se roban las armas con las que Yuraccancha se convierte en “una tercera vía a las ideologías del Estado y de Sendero Luminoso” (Ubilluz, 2009: 229). Estos personajes son la memoria andante de los hechos de la violencia política. A pesar de que los agentes del Estado pretender borrarlos no lo logran.

Los cachacos no nos ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que las armas que nos llevamos del cuartel todavía disparan y que varios desertores de sus filas se han unido a este ejército hambriento y errante (Castro, 1993: 129).

3. En las espigas de junio: El peligro de ser testigo. En esta novela se narra la historia del niño Claudio, el de Noche de relámpagos. Este es el testimonio andante de las masacres a campesinos. “Sé toda la verdad de cómo mataron a cientos de inocentes en Totorcocha, Yawarhuaita, Accomarca, Cayara, allá por Ayacucho y Huancavelica” (Huamán, 2010: 240).
Claudio en su huida llega a Canta, pueblo que se convierte en un lugar de refugiados de la violencia política. “Es otro asustado que viene huyendo de los terrucos” (87). Situación que es aprovechada por inescrupulosos para esclavizarlos en una fábrica de yesos.
Claudio logra nuevamente escapar del peligro: una familia lo rescata y lo acobija en su hogar. Al parecer, este niño huérfano ha encontrado sosiego y felicidad en una casa canteña. Sin embargo, luego de varios años, a ese lugar llegan unos hombres buscándolo, con la intención de asesinarlo, dado su calidad de testigo.

Ese granuja se escapó de nuestras manos tirándose al barranco, allá en Yawarhuaita, luego llegó a Huancayo y según informe fidedigno de inteligencia está aquí. Sabe de todas nuestras pendejadas y si habla nos jodemos. Tenemos que cogerlo vivo o muerto (241).

            Así esta novela nos muestra cómo se quiere borrar la memoria de todo lo acontecido durante la violencia. Sin testigos. Sin memoria.      No obstante, Claudio una vez más logra huir y se va de Canta.

-       Me voy -les dijo Claudio.
-       ¿Te vas?
-       Sí.
-       ¿A dónde?
-       No sé.
-       ¿Y por qué?
-       Así es la vida (242).

Claudio vive y con él los hechos de la violencia política serán parte de la historia escrita. Ese es la esperanza.

Qantu, flor y tormenta: El peligro de contar la verdad. Narra la historia de Néstor Haro, profesor de la Universidad La Cantuta y colaborador del periodismo escrito, quien debido a su condición de periodista viaja a las serranías del sur peruano para escribir sobre diversos hechos de la violencia política.

Tenemos el dato que entre Huancavelica y Ayacucho están masacrando pueblos enteros con el pretexto de que son senderistas, dicen unos, y otros que son gobiernistas; pero la realidad que tenemos es que barren poblaciones enteras. Verdaderos asesinaos en masa que tratan de ocultar (Huamán, 2003: 20).

Esta es una tarea peligrosa porque en dichas zonas se encuentran los agentes del Estado peruano y las fuerzas subversivas. “Por entre estos dos fuegos había que ir a cumplir con la misión para que el mundo supiera lo que estaba sucediendo” (66). Así este periodista, luego de publicar sobre la masacre de la comunidad de Jurnupampa es secuestrado y desaparecido por los agentes del Estado[2].
El personaje Haro además nos lleva a otro escenario: el crimen de la Cantuta[3]. En este caso, Félix Huamán ha utilizado la cita textual como recurso, así el lector sabrá que ese hecho es parte de la realidad real. En la novela aparecen fragmentos del libro de Efraín Rúa, El crimen de la Cantuta, de los cuales veamos algunos:

Todos dormían plácidamente. Flores, Mariños, y Ortiz lo hacían en uno de los cuartos extremos de la residencia estudiantil. En la parte intermedia esta Amaro, Rosales, Teodoro y Meza… Bertila Lozano fue reconocida de inmediato… En medio de golpes y empujones fue bajada al primer piso Dora Oyague… Iban al rumbo final (Huamán, 2003: 245-249; Rúa, 2005: 169-174)

Con respecto al catedrático Hugo Muñoz, Félix Huamán ha tomado algunos rasgos para crear a su personaje Néstor Haro Pineda. Ambos, Haro y Muñoz, fueron secuestrados de la vivienda universitaria luego asesinados por los militares junto a los estudiantes universitarios. Ambos, minutos antes de la incursión militar, habían estado bebiendo vino en su casa con un tal Octavio Mejía, que según Rúa (2005: 173), luego de la matanza salió del país, porque corría el rumor que él había estado implicado en dicho crimen.
Otro aspecto más a resaltar en Haro. Presenta aspectos autobiográficos de Huamán, quien al igual que su creatura publica una crónica en un periódico limeño sobre Huancavelica y Ayacucho durante los años ochenta. Este material luego le ha servido para escribir Noche de relámpagos. Sin embargo, Haro es asesinado por atreverse a contar las masacres, en cambio Huamán sigue vivo hasta la fecha, aunque por descuido de edición aparece como fallecido en 1989 en el libro Literatura peruana de Augusto Tamayo Vargas. No estaba muerto, tampoco estaba de parranda, porque, después de su supuesta muerte, ha publicado varios libros.
Félix Huamán, al igual que su personaje, también tuvo la intención de contar la verdad, a través de la novela. Los diversos hechos de la historia narrada ha sido tomada de la realidad real. Al respecto, Félix Huamán (2009) ha dicho que esta novela “Es una cosa de testimonio. Un poco testinovela. Testimonial de lo que sucedió en La Cantuta”. La novela “era una de las mejores formas de testimoniar lo que somos; pero eso sí sin dejar lo literario de lado” (116).
            Néstor Haro es asesinado por ser doblemente peligroso. Uno, por su condición de periodista que denuncia las matanzas que hacen principalmente los agentes del Estado; dos, por su condición de profesor que se identifica con obreros, campesinos y desempleados.

Esta era la tercera vez que la cerraban (La Cantuta) aduciendo que ahí no se formaban  maestros sino ideólogos políticos de ideas extranjeras; qué es eso de enseñar que la sociedad está dividida en clases sociales y que la clase obrera tiene sus derechos que deben ser respetados y que el Perú necesita un cambio porque somos muy pobres e ignorantes. Que solo leen a Mariátegui, a Vallejo, a Arguedas, qué tal insolencia (23).

Para el caso del maestro Haro habría que recordar la frase de Ricardo Dolorier que ha sido colocada a modo de introducción en la novela de Huamán: “Ser maestro en el Perú es una forma muy peligrosa de vivir y una forma muy hermosa de morir” (9). Por eso Néstor Haro pasa a formar parte de la lista de desaparecidos. “Peor si es maestro” (62).
            Aunque, eso sí, a diferencia de las anteriores novelas de Félix Huamán, esta vez la palabra queda grabada a través de la crónica. La memoria triunfa.




[1] Para Ubilluz (2009: 47) “Gelacho representa al forastero impuro, o más precisamente, al comunero andino que es pervertido por los valores utilitarios de la modernidad capitalista”.
[2] La situación de Haro es muy parecida al caso Uchuraccay, donde varios periodistas, en 1983, perdieron la vida por pretender contarle al mundo sobre matanzas en las alturas de Ayacucho.
[3] Nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional de Educación, conocida como La Cantuta, fueron secuestrados y asesinados por miembros del Ejército Peruano el 18 de julio en 1992. Los criminales, posteriormente, fueron protegidos por el gobierno de Alberto Fujimori.

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