Enrique Rosas Paravicino



Ha publicado Al filo del rayo (1988), La edad de Leviatán (2005), Ciudad apocalíptica (1998), El patriarca de las aves (2006), El gran Señor (1994).
El gran señor: castigo a la herejía. Los hombres se vienen matando entre sí durante siglos en la misma casa del Señor. “Por qué en esta tierra que es bendita, porque está aquí afincado el Señor, tengan que pasar esta clase de guerras, con esas muertes horribles por un pedazo de tierra, o por la ambiciones estúpidas de unos pocos” (Rosas, 2000: 249).
No es una guerra, sino son varias las guerras. La que se inició en Chuschi, en 1980, es una de tantas que ha existido. La novela presenta dos historias que hacen referencia a otras épocas: uno, la de Pumacahua[1], donde este no aparece como el héroe de la emancipación peruana del que hace mención el discurso oficial. Paravicino le ha dicho adiós la leyenda. Este es presentado como un traidor que paga sus culpas cada 24 de junio en el santuario. “En eso consistía su condenación: en el profundo remordimiento de haber cebado el cuchillo en la garganta de su pueblo” (293); dos, las luchas del campesinado por las tierras en los años 20 del siglo XX contra la avaricia de los hacendados, quienes harán uso de todas sus artimañas para lograr su cometido. “A su paso arrollaron a las comunidades indígenas. Y si estas protestaban o desobedecían, las aplastaban incluso con el concurso de la fuerza pública” (250).
Son dos casos que nos permite ver cómo la violencia no es algo nuevo. Viene desde antes, donde los grupos de poder han utilizado al Estado para lograr sus objetivos. Sin embargo, tanto el caso Pumacahua, como las luchas campesinas y el senderismo han sido presentados como hechos aislados entre unos y otros. No sugiere continuidad, a diferencia por ejemplo de la novela Retablo, donde encontramos que los conflictos anteriores a la década del 80 pasan de generación en generación a modo de herencia y, en ese hecho, se evidencia la intención del Julián Pérez en plantear que los hechos históricos se relacionan.
En cuanto al senderismo, se puede apreciar como este admira la religiosidad cuzqueña: “Esa profunda convicción religiosa hay que trocarla por una sólida conciencia de clase” (48). Sin embargo, a pesar de tener esa consideración con la religiosidad, cometen un sacrilegio cuando un grupo de subversivos, camuflados entre los asistentes de un santuario, intentan matar a un juez. En casa de la deidad se transgrede las normas religiosas, convirtiendo ese acto es una herejía, que el pueblo religioso no perdonará: después de darle una gran golpiza a uno de los subversivos, le entregan a la policía. “Suficiente infamia era haber soportado tres días a los agentes subversivos en el santuario” (297).
Ese fervor religioso, como vemos, les es adverso. Porque según la novela, la religiosidad no es un problema para el senderismo, no es un hecho que atente contra sus objetivos. Dice Abimael Guzmán (1988) al respecto: “La religiosidad la respetamos como un problema de libertad de conciencia religiosa”. Sin embargo, con respecto a la estructura de la Iglesia, la perspectiva es distinta. “La Iglesia busca condiciones que le permitan, primero, defender el orden viejo… para servir a nuevos explotadores” (Guzmán, 1988). La iglesia sí es considerada como enemiga.
No solo el senderismo comete ese error. Quienes los combaten también caen en lo mismo. Así los ronderos, dirigidos por el “Comandante Huaroto[2], un contrabandista de armas, incorporada por voluntad propia a la guerra contrasubversiva” (94), piden cupos de guerra a todo aquel que se les cruce en el camino, incluso a los pabluchas, encargados de llevar la ofrenda de hielo para el Señor, o sea, los representantes de la religiosidad cusqueña. Estos ronderos serán destruidos en combate por los subversivos.
Son situaciones donde la “imagen del Señor” (108), un dios terrenal andino, castiga de manera terrible a quienes ofenden su casa, su pueblo y su religiosidad.



[1] La historia oficial presenta a Pumacachua como el héroe de la emancipación peruana. Sin embargo, habría que recordar que inicialmente combatió a favor del ejército realista, defendiendo los intereses de España. Su posterior rebelión fue por cuestiones personales y no por un sentimiento patriótico.
[2] Ese nombre es una clara alusión al rondero que se hacía llamar Comandante Huayhuaco, quien fue acusado de narcotráfico. Sobre  los ronderos que cobraban cupo, dice la CVR (2003, T 2, 442): “alianza temporal de las DECAS con narcotraficantes que pagaron cupos. Estos ingresos no solamente les permitieron comprar armas mucho antes de que Alan García Pérez o Alberto Fujimori Fujimori les entregó escopetas; sino además formar grupos de ronderos dedicados a la lucha contrasubversiva a tiempo completo: los rentados”. 

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