jueves, 15 de octubre de 2015

Profetas del odio: una visión cristiana de la violencia política

I

La publicación de Profetas del odio[1] de Gonzalo Portocarrero fue motivo de comentarios y entrevistas de la prensa escrita y televisiva, convirtiéndose en un best seller de la ensayística.
Uno de los motivos para esta situación fue el título del libro: provocador, incisivo (sin negar la calidad del estilo). La provocación tuvo respuesta: militantes del senderismo en la versión Movadef irrumpieron a gritos en la presentación del libro. Por supuesto que ese hecho llamó la atención de la prensa que gusta poner en primera plana los conatos de toda índole, porque vende. En otras palabras, los movadefianos, en vez de acallar a Portocarrero, le hicieron un favor.
Así, para la presentación en la FIL (julio-agosto, 2012), uno de los presentadores señaló que en menos de dos meses se lanzaba la tercera edición. Claro que no mencionó a la piratería que ya se había puesto a trabajar.

II

En este libro, Portocarrero señala que Abimael Guzmán y Ramírez Duran “estudiaron en colegios religiosos… y pese al entorno religioso en que vivieron, perdieron a Dios, dejaron de creer cuando eran muy jóvenes. Es decir, todo hace pensar que se trata de personas rechazadas, con una gran necesidad de un sentido tutor para sus vidas, pero a la vez con una falta de orientación” (141). En otras palabras, si no perdían a Dios, la quema de ánforas en Chuschi no se habría dado, lo de Lucanamarca tampoco, así un largo etcétera.
En ese sentido, el sistema educativo de los religiosos es un fracaso. Los docentes, el currículo, el director, la iglesia, la infraestructura, los curas fallaron en cuanto a los logros educativos, al perfil del estudiante: que recen los padres nuestros, que canten los aleluyas, que crean en Dios. Luego, siguiendo el discurso portocarreriano, habría que revisar el papel de los colegios de curitas y mojitas y su aporte a la sociedad peruana, sobre todo los que tienen presupuesto estatal, porque si no cumplen con el programa de “no perder a Dios” a cuenta de las arcas del Estado, entonces es cuestión de declarar en crisis estos colegios.
Ahora bien, una visión religiosa, definitivamente, no aborda de manera completa un problema de esta índole, de dos décadas de violencia armada. No todo se puede reducir a creer en Dios o no, a perder a Dios o no. Porque, si vamos por ese camino, entonces se va a llegar a la conclusión de incluir en el currículo universitario el curso de religión, o se va a prohibir perder a Dios, hasta quizá penalizarlo, que quienes no recen con Cipriani (bendecidor de los responsables de las fosas comunes) a la cárcel o al suplicio, herejes estos. Prohibido negar a Dios.
Eso me recuerda una anécdota: en una huelga magisterial, en una reunión de una base del Sutep, cuando se acordaba sobre la radicalización de la huelga, una profesora de religión argumentó que ella no participaría de manera directa en la huelga, es decir, no iría a las marchas, pero rezaría para que esta tenga buenos resultados. En otras palabras, Dios la iba a escuchar y así el gobierno aumentaría los sueldos a los maestros. Seguramente esta profesora no ha escuchado esa canción Preguntitas a Dios: “Hay un asunto en la tierra más importante que Dios; y es que naide escupa sangre pa que otro viva mejor. Que Dios vela por los pobres, tal vez sí, y tal vez no; pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón”. Portocarrero sí.

III

Portocarrero, al refutar los planteamientos de Guzmán, en cuanto a que este toma la idea de Mariátegui (no todos los que citan al Amauta son mariateguistas): “el problema del indio es el problema de la tierra, es un problema económico social”, escribe: “Mariátegui daba un peso decisivo a la cultura; situación que queda evidenciado en que el ensayo más largo de su libro estuviera dedicado al examen de la literatura” (74).
Es decir, según el portocarrerismo, la cantidad de páginas implica la importancia de un tema sobre otra. A ver, apliquemos la fórmula: si un texto tiene 50 páginas y otro, 100, entonces este sería el doble en importancia con respecto a aquel. Pero con esta fórmula portocarreriana se nos presenta un problema: ¿qué pasaría si dos textos empatan en páginas? A contar letras y palabras. ¿Y si vuelven a empatar? Asumo que habría que contar las tildes y diéresis, hasta habría que ver la diferencia entre letras cursivas y negritas. En fin.
Luego siguiendo el discurso, habría que hacer una nueva edición de los Siete ensayos, donde la secuencia de los ensayos corresponda a la cantidad de páginas. Así, tendríamos el del indio como el último y el de literatura, ya se sabe. Claro, el indio que sea el último. Siempre fue así, ¿no?
Sin embargo, lo cierto es que Mariátegui empieza su libro con el ensayo Esquema de una evolución económica, luego El problema del indio y en tercer lugar El problema de la tierra. Que haya colocado el aspecto económico al principio responde a su manera de ver el mundo. Citemos a Mariátegui: “Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a este como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, y a veces solo verbales-, condenados a un absoluto descrédito”; “El problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido al no ser considerado como un problema económico y como un problema social”; “No es posible democratizar la enseñanza de un país sin democratizar su economía y sin democratizar, por ende, su superestructura política”; “Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en lenguaje coloquial, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión”.
Para Mariátegui, lo económico es principal. La base económica. Esto, indudablemente, lo sabe Portocarrero. Sin embargo, ese desacierto ¿involuntario?, ese desliz ¿antojadizo? Debe ser por eso que Miguel Gutiérrez dice la sociología del mal.





[1] Portocarreo, Gonzalo (2012). Profetas del odio. Lima: Fondo Editorial de la PUCP.

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