Mario Vargas Llosa

Lituma en los Andes. Esta novela es una versión ficcional del Informe sobre Uchuraccay, donde, ante las denuncias de la participación de agentes del Estado en la masacre de ocho periodistas y sus dos guías, se “hace uso de una retórica astuta para minimizar esa posibilidad” (Kokotovic, 2004: 93).
Según este informe, “el asesinato de los periodistas fue obra de los comuneros de Uchuraccay” (Vargas, 1983), sin ninguna participación directa o indirecta de militares o policías. La comisión llegó a esta conclusión luego de permanecer tan solo cuatro horas en el lugar de los hechos, Uchuraccay, acompañado por oficiales de la Armada Peruana, o sea, los sospechosos del crimen. Sin embargo, pesó la pluma de MVLl, principal integrante de la comisión, para esa época ya con reconocimiento internacional en el plano intelectual. Por eso, después de tres décadas, aún se mantiene intacta esa versión oficial. Al parecer, el objetivo de dicha comisión fue que no se mancille el honor de las Fuerzas de Orden. Y Vargas Llosa cumplió fielmente dicho encargo.
Pero el novelista también es ideólogo, un disidente del marxismo, enemigo declarado de Arguedas. Lo andino le parece arcaico, retrógrada[1]. Por eso, al escribir la novela en cuestión, “el político avasalló al novelista” (Gutiérrez, 2007: 394). Entonces, el asesinato de los hombres andinos no tiene importancia. Esto para el caso de Lituma en los Andes. En el caso Uchuraccay igual: se puede sacrificar a los uchuraccaínos para salvaguardar la imagen de lo criollo, representado por las FFAA.
En el caso ficcional, el cabo Lituma y el guardia Carreño, dos costeños, están a cargo de la comisaría de Naccos, una comunidad ayacuchana. Ambos pretenden investigar la muerte misteriosa de tres personas, en esa zona hostilizada por Sendero Luminoso. Sin embargo, Lituma, no lo hace por su obligación como representante del Estado. “No para detener a nadie. No para enviar ningún parte a la comandancia de Huancayo. No por el servicio. Solo por curiosidad, compadre” (Vargas, 2000:308). Al igual que para MVLl, para estos personajes costeños, el asesinato de unos hombres andinos no tiene importancia, son seres por los que no vale la pena esforzarse en escribir “ningún parte”: Lituma no se esforzó en escribirlo; pero el novelista sí lo hizo, no para señalar a los verdaderos responsables, sino para sacrificar a los uchuraccaínos, en bien del mundo criollo.
La actitud de Lituma responde a su visión criolla y, según la narración, él está dotado de superioridad con respecto al hombre andino. Sus “paradigmas sobre la verdad y el conocimiento real son siempre sobrestimados por parte del narrador” (Vich, 2002: 64). A Lituma, le parece que “La sierra es infernal, Tomasito. No me extraña con tanto serrucho” (71). Y para el narrador, “La india repitió esos sonidos indiferenciables que a Lituma le hacían el efecto de una música bárbara” (11). Son bárbaros los que viven en los Andes y algunos de ellos son los “que se mataban por política” (14). A la mirada del narrador y Lituma, esos bárbaros, indígenas y retrógradas no deben meterse en política. Eso solo le está permitido al criollo.
Estos bárbaros son representados como autómatas. “Empujándose, azuzándose, emulándose unos a otros, las piedras y las manos bajaban y subían, bajaban y subían” (25). En cambio, los criollos, a pesar de participar en asesinatos y torturas, se conduelen del dolor ajeno y se humanizan incluso en situaciones duras de la guerra. Sienten compasión. Así después de torturar a un supuesto senderista, “lo curamos como pudimos. Le hicimos una colecta en la patrulla. Todos nos sentimos mal, hasta el teniente Pancorvo. Y yo, más que los otros juntos. Por eso lo traje acá” (70). El costeño es superior al andino, según esta novela. Escena de la piedad.
Así tenemos un cuadro interesante: el teniente Pancorbo, un especialista en “el tratamiento… de quemarlo con fósforo y encendedores. Empezando por los pies y, poco a poco, subiendo. Con fósforo y con encendedores, como lo oye. Era lentísimo. La carne se le cocinaba, empezó a oler a chicharrón” (69), entregando dinero a su víctima como un acto de arrepentimiento. Como este pertenece a una cultura superior, no arcaica, a la modernidad, está en la capacidad de comprender y corregir cuando comete un error, de hacer mea culpa. A pesar de ser torturador, es “buena gente”.
Pero ¿cuál fue el móvil de la matanza a los periodistas? Resulta que en los sucesos de violencia política, no se acepta neutralidad. O estás con nosotros o estás con el enemigo, esa es la regla tanto para los senderistas como para los agentes del Estado. Por eso, en la ficción, los subversivos ven como enemigos a unos extranjeros que se dedicaban a la protección del medio ambiente. “Esta es una guerra y usted es un peón de clase… Usted ni siquiera se da cuenta de que es un instrumento del imperialismo y del Estado burgués… Del intelectual que traiciona a su pueblo” (121).
Bajo ese discurso senderista, la señora d’Harcourt[2] es sentenciada a muerte. Ni siquiera su reconocida trayectoria intelectual la salva. “Es un honor recibir a una persona tan importante, señora… Leo siempre su página en El comercio. Y he leído su libro sobre el Callejón de Huaylas” (110). Ese mismo fin tiene el francés Alberto, quien llega al Perú porque “Es el sueño de dos años…Ahorrando y leyendo sobre los incas y el Perú” (19).
Otro que no cabe en lo neutral es Paul Stirmsson con “Treinta años de estudio… cinco libros. Un centenar de artículos. Ah, y hasta un mapa lingüístico-arqueológico de la sierra central” (173). Sin embargo, a diferencia de los otros personajes, él logra salvarse. “Si anoche nos pescan… a ti te chancaban el cráneo a pedradas” (170). Ni siquiera las vicuñas pueden ser neutrales. “Una reserva que inventó el imperialismo… Uno de ellos hizo volar a dos crías que habían quedado quietas junto a la madre muerta, reventándoles un cartucho de dinamita” (56).
En ese escenario ficcional, no caben los soñadores. Tampoco en la realidad real. “Los ocho periodistas emprendían esta nueva etapa, sin la menor alarma, ignorantes del riesgo que corrían, y confiados en que su condición de periodistas los protegería en el caso de cualquier emergencia” (Vargas, 2003). Sin embargo, estos periodistas no eran simples turistas que querían fotografiar ponchos y chullos, o a las vicuñas, sino que pretendían hacer reportajes sobre la miseria y la pobreza, factor importante en el desarrollo de la violencia política, además sobre diversos asesinatos que venían haciendo principalmente los agentes del Estado, situación que los convertía en un peligro para estos, dado que los comunicados oficiales decían que se estaba matando en combate a senderistas, y no que se estaban matando inocentes. Por eso, al parecer, esos periodistas fueron asesinados, bajo la dirección de los agentes del Estado, sin embargo, la comisión Vargas Llosa responsabilizó de esta masacre solo a los campesinos.
Según esta comisión, los campesinos confundieron cámaras fotográficas con armas y creyeron que estos eran senderistas. Ese es una forma de decir que los uchuraccaínos son bárbaros, tontos, retrógradas que pueden confundir una cámara fotográfica con armas.
Los periodistas habrían sido asesinados por considerarlos enemigos del Estado. Y con esa guerra de frases de si estás con nosotros o con el enemigo, los uchuraccaínos habrían obligados a asesinar a los periodistas, de lo contrario también serían considerados enemigos, luego bombardeados. “La norma fundamental es no tolerar la neutralidad. Si una comunidad no quiere ser arrasada, tiene que demostrar su lealtad y eso significa armarse y atrapar senderistas. No basta autoproclamarse: hay que ofrecer pruebas” (Flores, 1988: 397). La prueba: ocho periodistas y sus dos guías.
Para Vargas Llosa y compañía los uchuraccaínos son retrógrados. Ese es una idea que ya tienen antes de ir al lugar de los hechos. Por ello no es necesario permanecer mucho tiempo en Uchuraccay. Fue solo puro formalismo el viaje. Luego resulta que “sin profundizar en el asunto, la imagen que se hizo de los comuneros fue la de los habitantes de un mundo arcaica” (Hosoya, 2003: 37). Visión que podemos observar en Lituma en los Andes.
La visión que él tiene de lo andino hace que plantee que los uchuraccaínos confundan cámaras fotográficas con fusiles automáticos. Y para sustentar su tesis escribe en su informe:

Por las características de las heridas sufridas y la manera cómo estas fueron enterradas… pudo encerrar matices mágico-religiosos. Los ocho cadáveres fueron enterradas boca abajo, forma que, en la mayor parte de las comunidades andinas, se sepulta tradicionalmente a quienes los comuneros consideran ‘diablos’ o seres que en vida ‘hicieron pacto’ con el espíritu del mal. Además, presentan huellas de haber sido maltratados en la boca y en los ojos…creencia extendida en el mundo andino…  para que no pueda reconocer a sus victimarios y para que no pueda hablar y delatarlos (Vargas, 1983).

Lo mismo sucede en la novela. Resulta que en Naccos se creía que se avecinaba malos tiempos, casi un apocalipsis. Lo cual tiene preocupado a los pobladores. “Los malignos saldrán de las montañas a celebrarlo bailando un cacharpari de despedida a la vida y habrá tantos cóndores revoloteando que quedará el cielo tapado. A menos que…” (273). Eso de “a menos que” no es otra cosa que realizar un sacrificio humano a los apus para que en ese pueblo haya prosperidad, en vez de calamidad. No solo sacrificio de vida humana, sino también canibalismo. “El gusto en la boca. No se va, por más que uno se la enjuague. Ahorita lo estoy sintiendo” (310). Sin embargo, este sacrificio humano no tiene los efectos esperados, porque finalmente “Se vino el huayco, se paró la carretera y nos despidieron. A pesar de las cosas horribles, estamos peor que antes” (302).
Son seres arcaicos que actúan a espaldas de la modernidad. Los sujetos civilizados no se involucran en esos actos bárbaros. No es su carácter. En el caso Uchuraccay, ni militares ni policías estuvieron involucrados. En la novela, Lituma tampoco se involucra, solo es un curioso que observa y a través de él nosotros los lectores podemos ver cómo esos bárbaros practican el canibalismo, como una costumbre para evitar algunos males contra la comunidad.
            Pero ¿dónde están los verdaderos responsables de las muertes? Solo tres uchuraccaínos fueron sentenciados por el caso Uchuraccay. Vargas Llosa los absuelve con su Informe. En la novela también.
Así, el guardia Carreño, quien tenía antecedente de asesinato, es reincorporado a la policía, a pesar de que “Yo era, técnicamente, un desertor de la Guardia Civil” (253). Y como premio a su condición de criollo Vargas Llosa le regala un final feliz, como en las telenovelas de amor. Mercedes, la chica de la que se pasa hablando en toda su estadía en Naccos, llega al pueblo en su busca. “Es tu día Tomasito. Hoy te sacaste la lotería, hoy cambió tu suerte” (293).
Lo mismo sucede con quienes asesinaron a tres comuneros, en un rito de canibalismo. Estos también son absueltos, porque “no me lo creería nadie, empezando por mis jefes… ¿Quién va a creer en sacrificios humanos en este tiempo, no es cierto?” (268).
Todo esto se asemeja a cuando “La Comisión Investigadora tiene la ‘convicción absoluta’ de que los ‘sinchis’ no han instigado sistemáticamente el asesinato como medida de represalia o de defensa” (Vargas, 1983). Y aún hasta hoy los verdaderos responsables del asesinato andan sueltos, porque la comisión presidida por MVLl tenía “una función encubridora” (Flores, 1988: 400).
El informe Vargas Llosa fue considerado una verdad absoluta por el discurso oficial. El Estado le dio todo su apoyo porque era lo que más le convenía. Finalmente, los uchuraccaínos llevaron la peor parte de todo ese asunto. Los senderistas una y otra vez los atacaron. Los agentes del Estado también, con el objetivo de desaparecerlos, así no dejar testigos de lo que realmente sucedió con los periodistas.




[1] Esto se puede leer en su extenso libro de ensayo La utopía arcaica.
[2] Este personaje ha sido inspirado en Bárbara d’Achille, una investigadora de la naturaleza, asesinada en Huancavelica por Sendero Luminoso, el 31 de mayo de 1989.

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